ANA ELISA
No sé por qué aquella tarde dudé entre un cruasán con café con leche y un pincho de tortilla. A lo mejor porque había comido poco a mediodía, no sé. La cosa es que me quedé delante de la camarera, mirándola y dudando, sin terminar de decidirme. Fue ella la que se me adelantó. Como movida por un resorte, me escupió a la cara:
—Que sepas que tengo novio, eh, no te vayas a creer.
El bar Mérida estaba a tres o cuatro calles de la oficina, y era la segunda semana que iba a picar algo antes de entrar a las clases de la uni después del trabajo. El mes anterior me había matriculado en el curso que me quedaba de la carrera, en un intento de tener alguna chance de cambiar de departamento en la empresa.
—Cruasán y café con leche, ¿no? —sentenció categórica a pesar del remate solicitando confirmación.
No quise replicar. Se dio la vuelta y empezó a trastear en la cafetera, haciendo ruido y movimientos enérgicos, mientras yo, estupefacto, la veía hacer y echaba un lánguido vistazo a la tortilla bajo la vitrina de la barra. ¿Qué se había pensado esta mujer?, ¿que estaba intentando ligar?
Los días siguientes la noté rara. Me hablaba lo justo cuando le pedía la merienda y su mirada tenía un brillo glaciar que me impedía indagar a qué había venido el comentario sobre el novio, y también me generaba incomodidad para romper la tácita dinámica como para cambiar a pincho de tortilla. Yo le decía que sí y miraba la chapita que llevaba su nombre, Ana Elisa, cogida con un alfiler en la pechera de la blusa.
El lunes de la semana siguiente no estaba. En su lugar estaba la otra camarera, la que normalmente atendía a los clientes en el otro lado de la barra, una señora grande de piel oscura con el pelo como un manojo de rayos y truenos que me despachó con voz dulce y melosa. El miércoles sí apareció.
—¿No te apetece hoy un pincho de tortilla en vez del cruasán? Está muy rica —me dijo con una sonrisa velada a mediados de la otra semana.
El viernes a las cinco y algo de la tarde no había casi nadie en el bar; antes de marcharme, le pagué con un billete de diez euros y, al darme las vueltas, me preguntó si tenía inconveniente en acompañarla al almacén porque estaba sola y no alcanzaba a coger no sé qué.
—Sí, claro.
Entré en el estrecho cuartito detrás de ella; estaba oscuro. Señaló unos botes de mayonesa en el estante más alto. De puntillas y estirándome, apenas alcancé a rozarlos. Cuando aterricé en el suelo, antes de buscar algo donde subirme para intentarlo de nuevo, la encontré pegada a mí, sobresaltada, y con un brillo enfebrecido en la mirada.
—Es verdad que tengo novio, es militar y está en Canarias, hace tres meses que no le veo —dijo con un tono de voz de ultratumba y la respiración agitada.
Y, aunque no era muy alta, me cogió la cabeza con las manos y se apropió de mi boca con un ansia descontrolada y salvaje. Desconcertado, me dejé hacer, o besar, o devorar, por aquella fuerza de la naturaleza. Hasta que, a los pocos segundos, una corriente eléctrica la paralizó y, acto seguido, diciendo «¡perdona, perdona, no sé qué me ha pasado!», se marchó dando traspiés y tropezando con un paquete de botellas de leche desnatada que había en el suelo.
Al ratito salí del almacén. Ella atendía a una pareja al final de la barra y evitó mirarme. Dejé un bote de mayonesa al lado del periódico y me marché.
El lunes, al salir del trabajo, pensé en ir a merendar a otro sitio, pero, qué narices, yo no había hecho nada, y el Mérida me pillaba perfecto antes de entrar a clase. Se evaporó como por arte de magia en cuanto me vio asomar por la puerta, y no la volví a ver en todo el rato que estuve allí. Ni en el resto de la semana.
La semana siguiente reapareció en el extremo opuesto de la barra, en el lugar más alejado de donde yo solía ubicarme; me pareció que llevaba otro peinado. Me atendió su compañera con la que se había intercambiado el puesto. La otra semana hubo un festivo y no fui a clase.
Transcurrieron tres semanas del suceso hasta que la tuve de nuevo delante esperando la comanda de la merienda. Traté de mostrarme natural, como si no hubiera pasado nada, pero ella estaba colorada como un tomate. Me divertía verla así de alterada. Tomándome mi tiempo, paseé la mirada de la vitrina de los pinchos a la campana de cristal donde se exponían los cruasanes mientras ella esperaba.
—Pincho y caña —dije finalmente.
Los siguientes días transcurrieron en calma. Iba alternando del pincho al cruasán y del cruasán al pincho, según me apetecía, y ella me concedía esos segundos en actitud entre complaciente y sumisa. Una tarde, al servirme el pincho en la mesa, me dijo, puede que enterrando el hacha del asalto con beso del almacén:
—¿Quieres mayonesa para la tortilla?
—No, gracias, está bien así —contesté.
Esas semanas tuve que quedarme a trabajar hasta tarde porque teníamos que terminar un proyecto y no pude ir a clase. A primeros de diciembre las cosas se tranquilizaron y retomé mi ritmo habitual. Cuando volví al Mérida, Ana Elisa me saludó afable, como diciendo, sin decir: «Cuánto tiempo, me alegro de verte». Aunque un camarero no debe ser excesivamente locuaz con los clientes, su tono de voz y sus ojos eran transparentes. Le dije «¡hola!», sonreí y pedí la merienda. Unos días más tarde estaba tomándome el pincho y me acordé de la mayonesa que me había ofrecido hacía un tiempo y se la pedí. Antes de que me pudiera dar cuenta, dejó un bote sobre la mesa, igual al que le había bajado aquella tarde de la estantería del almacén.
Los días siguientes la noté rara. Me hablaba lo justo cuando le pedía la merienda y su mirada tenía un brillo glaciar que me impedía indagar a qué había venido el comentario sobre el novio, y también me generaba incomodidad para romper la tácita dinámica como para cambiar a pincho de tortilla. Yo le decía que sí y miraba la chapita que llevaba su nombre, Ana Elisa, cogida con un alfiler en la pechera de la blusa.
El lunes de la semana siguiente no estaba. En su lugar estaba la otra camarera, la que normalmente atendía a los clientes en el otro lado de la barra, una señora grande de piel oscura con el pelo como un manojo de rayos y truenos que me despachó con voz dulce y melosa. El miércoles sí apareció.
—¿No te apetece hoy un pincho de tortilla en vez del cruasán? Está muy rica —me dijo con una sonrisa velada a mediados de la otra semana.
El viernes a las cinco y algo de la tarde no había casi nadie en el bar; antes de marcharme, le pagué con un billete de diez euros y, al darme las vueltas, me preguntó si tenía inconveniente en acompañarla al almacén porque estaba sola y no alcanzaba a coger no sé qué.
—Sí, claro.
Entré en el estrecho cuartito detrás de ella; estaba oscuro. Señaló unos botes de mayonesa en el estante más alto. De puntillas y estirándome, apenas alcancé a rozarlos. Cuando aterricé en el suelo, antes de buscar algo donde subirme para intentarlo de nuevo, la encontré pegada a mí, sobresaltada, y con un brillo enfebrecido en la mirada.
—Es verdad que tengo novio, es militar y está en Canarias, hace tres meses que no le veo —dijo con un tono de voz de ultratumba y la respiración agitada.
Y, aunque no era muy alta, me cogió la cabeza con las manos y se apropió de mi boca con un ansia descontrolada y salvaje. Desconcertado, me dejé hacer, o besar, o devorar, por aquella fuerza de la naturaleza. Hasta que, a los pocos segundos, una corriente eléctrica la paralizó y, acto seguido, diciendo «¡perdona, perdona, no sé qué me ha pasado!», se marchó dando traspiés y tropezando con un paquete de botellas de leche desnatada que había en el suelo.
Al ratito salí del almacén. Ella atendía a una pareja al final de la barra y evitó mirarme. Dejé un bote de mayonesa al lado del periódico y me marché.
El lunes, al salir del trabajo, pensé en ir a merendar a otro sitio, pero, qué narices, yo no había hecho nada, y el Mérida me pillaba perfecto antes de entrar a clase. Se evaporó como por arte de magia en cuanto me vio asomar por la puerta, y no la volví a ver en todo el rato que estuve allí. Ni en el resto de la semana.
La semana siguiente reapareció en el extremo opuesto de la barra, en el lugar más alejado de donde yo solía ubicarme; me pareció que llevaba otro peinado. Me atendió su compañera con la que se había intercambiado el puesto. La otra semana hubo un festivo y no fui a clase.
Transcurrieron tres semanas del suceso hasta que la tuve de nuevo delante esperando la comanda de la merienda. Traté de mostrarme natural, como si no hubiera pasado nada, pero ella estaba colorada como un tomate. Me divertía verla así de alterada. Tomándome mi tiempo, paseé la mirada de la vitrina de los pinchos a la campana de cristal donde se exponían los cruasanes mientras ella esperaba.
—Pincho y caña —dije finalmente.
Los siguientes días transcurrieron en calma. Iba alternando del pincho al cruasán y del cruasán al pincho, según me apetecía, y ella me concedía esos segundos en actitud entre complaciente y sumisa. Una tarde, al servirme el pincho en la mesa, me dijo, puede que enterrando el hacha del asalto con beso del almacén:
—¿Quieres mayonesa para la tortilla?
—No, gracias, está bien así —contesté.
Esas semanas tuve que quedarme a trabajar hasta tarde porque teníamos que terminar un proyecto y no pude ir a clase. A primeros de diciembre las cosas se tranquilizaron y retomé mi ritmo habitual. Cuando volví al Mérida, Ana Elisa me saludó afable, como diciendo, sin decir: «Cuánto tiempo, me alegro de verte». Aunque un camarero no debe ser excesivamente locuaz con los clientes, su tono de voz y sus ojos eran transparentes. Le dije «¡hola!», sonreí y pedí la merienda. Unos días más tarde estaba tomándome el pincho y me acordé de la mayonesa que me había ofrecido hacía un tiempo y se la pedí. Antes de que me pudiera dar cuenta, dejó un bote sobre la mesa, igual al que le había bajado aquella tarde de la estantería del almacén.
—A mí es que la tortilla me encanta con mayonesa —dijo al girarse para volver a su puesto en la barra.
—¿A tu novio también le gusta?
No sé por qué le hice esa pregunta. Yo no tenía ningún problema con el novio de Ana Elisa, ¿o sí? Levanté la vista y la vi alejarse esquivando sillas y mesas, moviéndose ligera cual esquiadora de eslalon. Deseé que no me hubiera oído. No era la primera vez que tomaba tortilla con mayonesa; aquel día me supo especialmente buena.
Los siguientes días, cada vez que pedía un pincho, Ana Elisa me ponía el bote de mayonesa sin que yo lo pidiera.
Un lunes que llovía a mares llegué al bar a la hora de costumbre. No había casi nadie. En la tele de la pared del fondo ponían una peli en la que un austriaco lustroso, recién enviudado y con un precioso Audi A6 azul eléctrico, se traslada a vivir con su rubia hija adolescente a un pueblito de los Alpes donde casualmente acaba de morir el dueño de la boyante quesería, la cual hereda su rubicunda y desconsolada hija. Todo muy dramático y predecible. Pedí un cruasán; Ana Elisa me dijo que se les habían terminado. Mirando la tele, hice un gesto con los hombros y contesté:
—Pues pincho y caña.
Un par de minutos más tarde, Ana Elisa trajo el pincho y la caña, sin mayonesa. La miré con gesto interrogante.
—Es que… —Se quedó en silencio; se mordió una uña; se arregló un mechoncito de pelo tras la oreja y miró hacia el almacén. Evolucionando del rosa al rojo, esbozó una sonrisa— estoy sola y no llego a la estantería…
De camino al almacén tras Ana Elisa, sorteando mesas y sillas, intuí que el viudo y la rubicunda huérfana de la quesería acabarían tórridamente enrollados en alguna casita de postal de los Alpes austriacos. Luego pensé en el pobre novio en Canarias, si es que existía. Elucubré que habría cometido alguna tropelía y lo habían arrestado, quizás otros tres meses, tanto si le gustaba la tortilla con mayonesa como si no.
Y entonces llegamos al oscuro y estrecho almacén donde, en la estantería más alta, estaba la mayonesa.
—¿A tu novio también le gusta?
No sé por qué le hice esa pregunta. Yo no tenía ningún problema con el novio de Ana Elisa, ¿o sí? Levanté la vista y la vi alejarse esquivando sillas y mesas, moviéndose ligera cual esquiadora de eslalon. Deseé que no me hubiera oído. No era la primera vez que tomaba tortilla con mayonesa; aquel día me supo especialmente buena.
Los siguientes días, cada vez que pedía un pincho, Ana Elisa me ponía el bote de mayonesa sin que yo lo pidiera.
Un lunes que llovía a mares llegué al bar a la hora de costumbre. No había casi nadie. En la tele de la pared del fondo ponían una peli en la que un austriaco lustroso, recién enviudado y con un precioso Audi A6 azul eléctrico, se traslada a vivir con su rubia hija adolescente a un pueblito de los Alpes donde casualmente acaba de morir el dueño de la boyante quesería, la cual hereda su rubicunda y desconsolada hija. Todo muy dramático y predecible. Pedí un cruasán; Ana Elisa me dijo que se les habían terminado. Mirando la tele, hice un gesto con los hombros y contesté:
—Pues pincho y caña.
Un par de minutos más tarde, Ana Elisa trajo el pincho y la caña, sin mayonesa. La miré con gesto interrogante.
—Es que… —Se quedó en silencio; se mordió una uña; se arregló un mechoncito de pelo tras la oreja y miró hacia el almacén. Evolucionando del rosa al rojo, esbozó una sonrisa— estoy sola y no llego a la estantería…
De camino al almacén tras Ana Elisa, sorteando mesas y sillas, intuí que el viudo y la rubicunda huérfana de la quesería acabarían tórridamente enrollados en alguna casita de postal de los Alpes austriacos. Luego pensé en el pobre novio en Canarias, si es que existía. Elucubré que habría cometido alguna tropelía y lo habían arrestado, quizás otros tres meses, tanto si le gustaba la tortilla con mayonesa como si no.
Y entonces llegamos al oscuro y estrecho almacén donde, en la estantería más alta, estaba la mayonesa.
Photo by Elizabeth Zernetska: www.pexels.com
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