NO PUEDO DEJAR DE MIRARTE (CAN´T TAKE MY EYES OFF YOU)


Esta historia sucedió en un parque de una ciudad aburrida y perezosa. El alcalde de esta ciudad tenía deudas con un constructor que le había hecho una casita en la sierra. La mujer del constructor hacía estatuas de señores gordos y juraba con ojos encendidos que era Botero quien le copiaba a ella. El ayuntamiento compró a la escultora dos docenas de estatuas y las esparció por plazas, bulevares y parques de la ciudad. La estatua de un señor gordo con canotier, mostacho y trajecito apretado, fue a parar a un parque en las afueras. El señor gordo se aburría mirando el solar vacío que tenía delante. Un día aparecieron grúas y obreros y en unos meses levantaron un edificio, y, poco tiempo después, justo en el local a donde se dirigían los ojos de piedra del señor, abrieron una tienda de ropa de tallas grandes.
El señor gordo no cabía en si de felicidad cuando vio los orondos maniquíes de señoras que pusieron en el escaparate. En verano lucían pamelas, shorts, bañadores con toallas a la cintura y gafas de sol, en invierno jerseys, abrigos, botas y bufandas. Excepto un maniquí de señora con largas pestañas al que ataviaban con elegantes trajes de noche, a veces con guantes de terciopelo negro hasta el codo, sombreros de seda con redecilla, o trajes chaqueta y zapatos de tacón alto. El señor gordo cayó prendado de aquel hermoso maniquí. No podía dejar de mirarla. Y tanto la miró que como un dardo se clavó en su corazón. Ante la irrefrenable pasión el maniquí empezó a sufrir imperceptibles temblores y sudores. Una noche uno de los guantes de terciopelo se escurrió y por la mañana lo encontraron en el suelo del escaparate. A los dos días la chaqueta que llevaba apareció colgando de una mano. Y un Jueves Santo los paseantes se sorprendieron al ver la falda por los tobillos. El ardor del señor gordo producía vértigos y sutiles trepidaciones al maniquí, y la ropa acababa por caerse. Y el señor gordo, al verla semidesnuda, se encendía aún más, lo cual producía mayor azoramiento y estremecimiento en el maniquí. Las dependientas, hartas del lamentable espectáculo, cambiaron el maniquí por el de una niña gordita con coletas. El señor gordo se sumió en la desesperación al no ver más a su amada. Llegó el invierno. Una tarde el maniquí de señora gorda con largas pestañas apareció tirado al lado del contenedor de basura que había enfrente de la tienda, a escasos metros de la estatua del señor gordo. Este, al ver a su amada ultrajada en el suelo, quiso morir. Así estuvieron dos días y dos noches. Ella, sin aliento y acabada en la basura, él, arrasado por la tristeza y la desolación al verla así. La tarde del segundo día se levantó una tormenta. El viento y la lluvia arreciaban con una fuerza brutal e implacable. Pasaron las horas. El terreno inundado bajo los cimientos del pedestal del señor gordo cedió y un bofetón de viento derribó la estatua que cayó junto al maniquí. Al día siguiente, pasada la tormenta, la muerte vino a llevárselos. Los viandantes los encontraron con los ojos cerrados y la expresión apacible de los amantes que mueren abrazados en sus rostros inhumanos.

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