EL SEMÁFORO



El rugido del bicilíndrico a tres mil revoluciones anunció su llegada varias intersecciones antes del semáforo. Ella caminaba resuelta hacia el cruce y, al tiempo que el semáforo se ponía en rojo, una leve brisa agitó su cabello castaño. Él frenó la máquina y el amenazante rugido quedó reducido a un bronco ronroneo. Ella se dispuso a cruzar. Él, al verla, hinchó los pulmones con el aire de la mañana y tensó el gesto mirando al sol que se reflejaba en sus Ray Ban Aviator. Ella, sin detenerse, miró una fracción de segundo hacia la izquierda donde estaban hombre y moto, y al girar la cabeza, dio al movimiento un punto de aceleración que agitó las ondulaciones del pelo en un delicioso y mullido vaivén. Apartó con la mano una brizna de cabello de su cara al tiempo que dejaba caer los párpados y de entre sus labios refulgieron dos perlas blancas. Su zancada se alargó ligerísimamente intensificando el mareante movimiento de las caderas al pasar delante de él. Su corazón endurecido en mil batallas subió de revoluciones, y sus ojos parapetados tras las gafas, la miraron sin mirar. La sombra de ella pasó a pocos centímetros de él. Ella creyó percibir con un leve aleteo de su nariz el perfume a cuero y madera con el toque embriagador de la gasolina. Siguió cruzando la calle, su cuerpo se cimbreaba como un junco. Él no pudo evitar girar la cabeza para seguirla en su delirante movimiento. Ella vio como él la miraba por el filo de sus ojos y una sonrisa se escapó de su boca de fresa. Llegó al otro lado de la calle. El semáforo se puso en verde. Un Ford Focus negro pasó entre ellos atronando la calle con Camela a todo volumen. Ella echó de menos las mariposas en el estómago de los primeros momentos, y a él se le caló la moto al salir del semáforo. Ambos pensaron que fue algo especial, que fue bonito mientras duró.

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