EL SEMÁFORO 2 (continuación de EL SEMÁFORO)

Brama de nuevo el bicilíndrico a tres mil revoluciones por minuto. Se acerca al semáforo entre altos edificios que amplifican el sonido que escupen los tubos de escape. El motorista deja lentamente de acelerar. El motor comienza a retener los cerca de cuatrocientos kilos de hombre y máquina en su camino hacia la luz roja, la fiereza del rugido se aplaca. Los ojos del hombre barren la acera derecha de la calle buscando un rastro. Recuerda un lance fallido de caza pocas fechas atrás en ese mismo lugar. La blanca línea en el piso se aproxima, embraga y del poderoso motor emerge un ralentí de león durmiente. Está detenido, envanecido por el impacto que sabe que su estampa ejerce a lomos de la moto cuando, sin esperarlo, la ve por encima de los coches, acercándose al semáforo. Ella, a punto de pisar el asfalto, percibe el binomio hombre máquina, gallardo e inmóvil en el carril central de la calle, entre un camión de Cocacola y un sucio Kia amarillo. Esta vez lleva dos niños de la mano. Y recuerda también, con un respingo interior, que la semana antes le pareció que no le resultaba indiferente al imperturbable motorista. Pasa por su mente, fugaz, haciéndose un chiste macabro, la idea de soltar a las criaturas y transmutarse de mujer, vecina de la mamá de los niños, atenta y solidaria, en hembra presta al juego de la seducción. El hombre repara ahora en la escolta de la mujer y afloja el gesto que estaba empezando a dibujar, observa la estampa con fría indiferencia: “Es una feliz mami de familia, diantres”, musita para si sin llegar a mostrar al mundo un fastidio que le pellizca el costado. A los pequeños les cuesta caminar, se han levantado pronto y aún están digiriendo el bol de cereales del desayuno. Ella arma su mejor sonrisa mientras tira de los niños, y los anima a cruzar con palabras cariñosas al pasar al lado de la moto. El más pequeño se detiene delante de la máquina, poseído. Él, superada la sorpresa, reacciona sonriendo levemente a la criatura, oliendo carne apetitosa. Ella se gira al notar que el pequeño no avanza y lo ve parado a pocos centímetros de la rueda delantera; se siente como la teniente Ripley en Alien el octavo pasajero, después de activar los sistemas de destrucción de la nave Nostromo, cuando corre por los pasillos hacia la lanzadera entre luces de alarma y chicharras y se oye la sintética voz de la nave relatando la angustiosa cuenta atrás. Se acerca al niño encantadora y le pregunta “¿Te gusta la moto?, es muy bonita, ¿verdad?”, al decir esto su mirada se posa en el reluciente guardabarros, e inicia un viaje primero a la luz del faro y de ahí por el cuero de la cazadora hasta los espejos de las Ray Ban Aviator. Él asiente con un leve gesto a su mirada. Pero ella no está dispuesta a regalar nada, todavía no, y se muestra fría al amago de inicio de contacto visual. El niño sigue hipnotizado mirando la moto. Ella le dirige palabras dulces, pero es un tirón del brazo lo que consigue ponerle en marcha. Por dentro maldice la funesta coincidencia: un día que lleva los niños de la vecina al cole y ese día tiene que aparecer el motorista, y siente que, como Ripley, tiene la ineludible necesidad de dejar sus particulares extraterrestres atrás, a ser posible encerrados en una nave flotando en la nada a punto de explotar, para que no pongan en peligro el puede que incipiente interés del centauro. Un metro más allá, camino del otro lado de la calle, ve el Kia amarillo, que le resulta lejanamente familiar. Recuerda que su prima Purificación, a quien hace años que no ve, tenía un coche exactamente igual de feo y de sucio. Siguiendo un impulso primario saluda al Kia agitando el brazo y sonriendo. El conductor, que no es su prima Purificación, deja de hurgarse la nariz, la mira, y responde al saludo dubitativo a través del parabrisas sin tener la menor idea de quien es la mujer que está delante de su coche saludándolo con dos niños. Ella le dice “¡Pues ya ves, que me ha tocado llevar al colegio a los hijos de mi vecina Margarita que tenía una teleconferencia con unos turcos a las ocho de la mañana!”, con volumen suficiente para que el mensaje alcance los oídos que están dentro del casco. Cuando llegan al otro lado de la calle, el semáforo se pone en verde. El motorista se queda un momento procesando lo que le parece que ha escuchado. El camión de Cocacola se pone en marcha resoplando, al Kia amarillo le cuesta un poco pero también empieza a moverse, y un Fiat Panda que está detrás del motorista hace sonar un afónico claxon mientras el conductor dice algo con la mano derecha abierta en el aire como si fuera a dar un golpe de karate. Ya en la acera, el niño mayor se queda mirando a su vecina que camina disimulando una sonrisa y atusándose el pelo con su reflejo en los escaparates. El motorista echa a andar, esta vez no se le ha calado la moto, y dispara con los dedos al niño pequeño que no ha dejado de mirarle.

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL CABO QUE DIJO "YES"

EL EUROCHOLLO

LA CHICA DEL MINI VERDE