ATRACCIÓN

Aquel día volví pronto del trabajo. Recuerdo que iba con el jefe a una reunión con un cliente, y cuando estábamos aparcando en el sitio, recibimos una llamada cancelando el encuentro; ya era tarde para volver a la oficina, y el jefe me dejó al lado del metro. No era el mejor día para llegar antes a casa. Había dejado a Virtu -Virtudes, mi mujer- cabreada por la mañana por algún motivo que no recuerdo, y sabía que regresar iba a ser como entrar en un iglú con el aire acondicionado puesto. Me bajé en mi parada y caminé despacio, disfrutando del sol de la tarde de primeros de octubre. Pensé en entrar en un bar y tomarme un par de cañas antes de subir, pero la inercia de los zapatos me llevó a mi calle sin darme cuenta. Al doblar la esquina la vi. Andaba por los treinta y muchos o quizás los cuarenta. Tenía esa edad en la que las mujeres solo piden perdón después del tercer balazo y si la sangre llega a la alcantarilla. Estaba parada en la acera mirando algo en el móvil, y sujetaba un cigarro encendido en alto con la mano izquierda con la palma hacia arriba, como quien comprueba si llueve. Me acerqué despacio. Su peinado había perdido el empaque que sin duda había tenido por la mañana, pero esas guedejas desmalladas, escapando de lo que en algún momento había sido un algo recogido, invitaban a imaginar. Por debajo de la axila, por el hueco de la blusa sin mangas, se veía un trozo de carne lechosa que intentaba zafarse de un estricto sujetador. Se puso el cigarro en la boca y bajó la mano hacia la pierna, se levantó un poco la falda y se rascó encima de la rodilla, arrastrando mi vista hasta aquella parcela de su piel, presagio de todos los pecados de la carne. Me paré a tres metros y ella me miró. Me castigó con un punto de rigor por mi descaro, aunque el crepitar de sus patas de gallo dejó pasar un rayo de luz. Se giró un poco sin dejar de marcarme. Miró el reloj y alzó la vista al otro lado de la calle, buscando el fantasma de alguien que nunca había estado allí. Volvió hacia mí y le sonreí. Ella mal disimuló una sonrisa mientras daba la última calada al Marlboro. Me acerqué más. Siguió mirando el móvil, pero en su perfil podía ver el alboroto que mi presencia imprimía en sus chakras. Permanecimos así un tiempo estúpidamente delicioso. En un acto inconsistente, abiertamente suicida y demencial, saqué del bolsillo las llaves, y, con ellas en la mano, señalé al portal, invitándole con los ojos a seguirme. Ella se puso unas gafas de sol que extrajo de su bolso y encendió otro cigarro. La contemplé un segundo más, pero no volvió a mirarme. Me di la vuelta despacio preguntándome qué coño estaba haciendo, pero determinado a seguir a delante, sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento ni voluntad de deshacer nada de lo hecho. Cuando me había alejado unos pasos giré un poco la cabeza, lo justo para comprobar qué hacía ella. La vi apagar el cigarro recién encendido con la punta del zapato y empezar a caminar detrás de mi con amplias zancadas, dando al movimiento de su grupa un aire de fastidio. Llegué al portal. Abrí, entré, y dejé la puerta entornada para evitar que el muelle se interpusiera con un click con mis deseos. A los pocos segundos escuché como ella empujaba desde fuera. Entré en el ascensor y le di tiempo sujetando. Su imagen distorsionada apareció detrás del cristal traslúcido. Se quedó allí un momento, como un retrato a la acuarela. La vi atusarse el pelo y tiró de la puerta. Entró. Pulsé el botón de mi piso. La miré. Me miró. Una bomba atómica explotó en un atolón del Pacífico Sur. Nuestras bocas se acoplaron como el módulo de exploración se acopla a la estación espacial. Alrededor solamente la nada, el vacío. Dentro nuestras lenguas recorriendo cada una el ensalivado y palpitante mundo del otro. Me embriagó su sabor a sal y a tabaco. Mis manos cartografiaron cada palmo de su piel, de su espalda, de su cintura, de sus pechos. Recorrí cada vena de su cuello, su tráquea, su nuca, sus labios, su frente, cada vello, cada pestaña, sus orejas. Su pierna derecha se aferraba a mi pierna izquierda como la hiedra a una pared. Llegamos al piso. Empujé la puerta del ascensor mientras le pedía silencio poniéndole un dedo en la boca. Comprobé que no había nadie en el rellano. Introduje la llave en la cerradura y esta abrió con suave complicidad. Vino detrás. Antes de entrar miró a la puerta con una sombra de duda y un zapato sobre el felpudo de Ikea. Tiré de su mano y finalmente se dejó llevar adentro. El camino del recibidor a la cama fue una interminable travesía de deseo y de lujuria que no encontraba el final. En cada pared, en cada quicio, en cada recodo y en cada mesa nos detuvimos para besarnos, tocarnos, jadearnos, lamernos, sorbernos, arrancarnos la vida y la ropa. Llegamos a la habitación habiendo dejado un rastro de destrucción por toda la casa. La eché sobre la cama. Ella me miró con la boca abierta, lista, preparada, expectante, impaciente, convertida a la fe del deseo. Y me tumbé sobre ella. A mi lengua y a mis dedos se unió otra parte de mi anatomía en mis ansias por explorarla y conocerla y hundirse en ella. Me rodeó con sus piernas y ambos nos poseímos como animales embriagados. Juntos cabalgamos territorios salvajes, selvas lluviosas, volcanes en erupción, ardientes desiertos, cuevas ignotas y mares enfurecidos. Nos dejamos caer por el tobogán del deseo más inconsciente. Se paró el tiempo mientras las manecillas de todos los relojes giraban a toda velocidad. Nuestras pieles se buscaban, se encontraban, se fundían, eran una, eran mil. Solo éramos capaces de comunicarnos en el lenguaje del fuego en los ojos, de las manos que se encuentran y de los susurros enajenados. Hasta que una corriente eléctrica, una descarga de electrones buscando tierra nos atravesó de parte a parte llevándonos a un clímax demencial que nos hizo chillar como bestias heridas por la sinrazón, como dos locos poseídos por la misma enfermedad. Nos quedamos en la cama, tratando de recuperar la respiración, de entender, de volver al planeta Tierra, sofocando los rescoldos, con los corazones desbocados, sudorosos, las pieles abiertas en carne viva. Y verla así, habiendo apenas traspasado el cabo del supremo placer, sus pechos subiendo y bajando como dos flanes ateridos, la boca abierta, el dorso de su mano en la frente sudorosa, me hipnotizó y me robó de nuevo los sentidos. Un minuto después estaba de nuevo excitado. De nuevo enardecido, de nuevo listo para la batalla, de nuevo deseando poseerla. Cuando me disponía a besarla abrió los ojos. Y me dijo, con dificultad, entre prolongados jadeos, susurrando, ahogándose a cada palabra.

-Mira, Paco, no esperaba verte tan pronto en casa… y no sé qué me ha pasado, todo ese lío que has montado en la calle me ha hecho mucha gracia, me ha puesto..., como me conoces, cabronazo. Pero los niños están a punto de venir de kárate, así que vamos a recoger este guirigai. Y que sepas que no se me ha pasado el mosqueo de esta mañana, ¿vale?

Virtu, Virtudes, mi mujer.

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