LA CAJITA DE MÚSICA



Celestino Ruiz Barcones pensaba, siendo niño, que había nacido en Zamora. Pero fue en un viaje con su madre para enterrar a una prima lejana, con doce años, cuando supo la verdad sobre las circunstancias que concurrieron alrededor de su llegada a este mundo.

Jesús Barcones, abuelo de Celestino, era tratante de ganado a principios del siglo pasado. Compraba y vendía vacas, caballos y mulos por todos los rincones de Castilla. Era un negociador hábil, y tenía un ojo casi infalible para los animales; sabía distinguir como nadie los más fuertes y más sanos en las ferias que se celebraban en los pueblos y ciudades de la región. Ser tratante en aquellos tiempos era un oficio exigente que requería pasar largas temporadas fuera de casa. La mayoría de las veces se desplazaban a pie de un pueblo a otro, y solo excepcionalmente era posible llevar los animales en tren. Jesús estaba casado con Aurora, y, a pesar de sus frecuentes y largas ausencias, su matrimonio era uno de los más modélicos de Zamora. Ambos se tenían un gran cariño y se trataban con respeto. Cada vez que Jesús regresaba a casa le traía un detalle a su mujer, quien lo celebraba con grandes alharacas, como si fuera el primero. Ella, ese día por la mañana, iba a la peluquería, y Jesús se la encontraba guapa y radiante como un sol, y con un plato de arroz a la zamorana en la mesa, su preferido, con su oreja y su morro de cerdo.

El matrimonio solo tuvo una hija, Rita, a la que criaron con todo el cariño y las mejores atenciones. A los dieciocho años Rita se hizo novia de Genaro, un empleado de la empresa del padre. El muchacho había empezado muy joven en la empresa llevando recados y limpiando establos, y pronto se reveló como un trabajador responsable y solícito. Genaro tenía pocos amigos, por no decir ninguno, y en general resultaba hosco y desabrido con los desconocidos. Los ratos libres que le dejaba el trabajo los pasaba solo, acodado en barras de bares semivacíos, en pueblos cuyas calles le resultaban indiferentes, con una botella y un camarero generalmente mal encarado por toda compañía. Aun así se convirtió en la mano derecha de su patrón. Era el primero en aparecer a las cuatro de la mañana cuando iniciaban la marcha por los polvorientos caminos para llegar a tiempo a la siguiente feria, y el último en irse a casa o a la pensión cuando se acababa la jornada. El noviazgo de Rita y Genaro fue breve. Los pocos ratos que se veían Genaro se comportaba con seriedad y envaramiento, a duras penas abría la boca para algo más que para contestar a las preguntas de Rita sobre los lugares donde había estado con el ganado. Los domingos paseaban por la plaza Mayor, la puerta de Doña Urraca y los jardines del Castillo, y luego se iban a merendar chocolate con churros a casa de los padres de ella. Rita solo era capaz de distinguir algún brillo en los ojos de su novio cuando este le contaba que había llevado en el carro a un ternero que se había tronzado una pata, o que había asistido a las dos de la mañana a una yegua a parir alumbrado con una lámpara de aceite en un oscuro y sucio establo. A los dos años se casaron. Jesús no tenía hijos varones y no le pareció mal la unión de Rita con el futuro mayoral de su empresa: daría continuidad al negocio y aseguraría el bienestar de su hija y sus nietos, si Dios tenía a bien concedérselos. Pero aquel mocetón de pelo lamido y manos como palas, al que costaba Dios y ayuda arrancar una palabra, nunca fue del gusto de Aurora. La vida de Rita y Genaro no cambió mucho después de la boda. Pusieron casa dos calles más abajo de la de los suegros, y Rita pasaba casi todo el tiempo con su madre, excepto los días que no había feria y Genaro no estaba de viaje.

Los martes a Rita le gustaba ir al mercadillo que se celebraba en su ciudad, en el Alto de los Curas. Le gustaba la algarabía de la gente, curiosear entre los puestos, y hacer alguna compra. Solía detenerse en un tenderete de baratijas para ver las cosas que allí se vendían y para escuchar las gracias del dueño: un gitano delgado de edad incierta, camisa blanca con mangas arremangadas, bajo las que asomaban unos brazos velludos, chaleco y pañuelo en el cuello. Tenía el feriante el pico afilado como un cuchillo y sabía lisonjear el oído de las clientas con un derroche de piropos y requiebros que le habrían abierto las puertas del Ateneo. A ella le hacía gracia su desparpajo y a él no le pasaban desapercibidos los grandes ojos de color miel de su clienta, ni su risa, que prendía fácil como la yesca, ni su talle breve como un suspiro. Ella le compraba unos botones y él le regalaba un espejito, ella señalaba a una pulsera de bisutería, y se iba con la pulsera y con una cadena. Aunque no le comprara nada, las más de las veces le acababa regalando algo: un salero, un dedal, un caramelo, o le leía la mano, le cantaba canciones con una guitarrita que sacaba del carro, le retaba con adivinanzas ingeniosas, le hablaba de sus viajes y de sitios que ella no conocía, o se echaba al suelo y paseaba entre la gente caminando sobre sus manos solo para provocarle la risa. Y Rita se pasaba las semanas esperando que llegara el martes para ir al puesto del gitano. Hasta que un día notó un brillo distinto en los ojos del feriante, y en un momento que no había nadie en el puesto este le regaló una caja de música donde sonaba la canción “Dos Gardenias para ti”. Ella la cogió, y estuvo estuvo escuchando la música que brotaba de aquel ingenio una y otra vez hasta que una mujer se acercó al puesto preguntando por algo, en ese momento sevla guardó en el bolso, y desapareció sin despedirse. A las tres de la tarde, a la hora de cerrar el mercado, estaba allí de vuelta mirándole con los ojos como dos carbones encendidos. Y sin que nada ni nadie lo pudiera remediar acabaron los dos en el catre que el gitano tenía en la trasera del carromato. Así un martes y otro martes, hasta que Rita se quedó preñada.

Un día que Genaro llevaba más de dos meses fuera le mandó un recado para que le preparara algo que necesitaba con cierta urgencia cuando regresara a casa, cosa que iba a suceder dos o tres días más tarde. En ese momento Rita sacó una maleta de debajo de la cama, echó cuatro cosas, cogió un billete de mil pesetas que tenía escondido en la cómoda, entre unas combinaciones, y se marchó en el coche de línea a Cea, provincia de León, el pueblo de una prima suya donde pensaba esconderse para que Genaro no le viera la tripa. En toda su vida se le había pasado a Rita por la cabeza que pudiera quedarse embarazada de otro hombre que no fuera su marido cuando estuviera casada. Lo que le había pasado la tenía completamente trastornada y angustiada, y, en cuanto supo que Genaro estaba llegando, lo único que se le ocurrió hacer, presa del pánico, fue desaparecer sin decir nada a nadie. Este, al encontrarse la casa cerrada sin rastro de su mujer, empezó a preguntar, pero nadie supo darle razón de ella. Fue a casa de sus suegros y allí tampoco sabían nada. Aunque Aurora enseguida se olió algo. A la madre de Rita no se le había escapado que desde hacía unas semanas su hija estaba especialmente contenta y que se le estaba poniendo la cara redonda como una manzana de feria. Puso una conferencia a Cea, a la oficina de Telégrafos, y mandó buscar a Rita a casa de su prima. Al rato la hija le confirmó sus sospechas llorando como una Magdalena. Aurora se calló unos segundos, y enseguida le dijo que no se preocupara, que se quedara en el pueblo, que le mandaría dinero, y que no volviera a Zamora hasta que el niño hubiera nacido. Pasaron unos días, y Genaro no entendía porqué sus suegros no querían denunciar la desaparición a la Guardia Civil. Más enfurecido a cada hora que pasaba, cuando llevaba un par de copas, iba diciendo en los bares que cuando apareciera a su mujer le iba a hacer esto y lo otro. Jesús le veía todos los días en los corrales donde tenían los animales y atendían el negocio. Pero no le decía nada.

Una tarde Jesús salió a buscar a su yerno por donde solía ir a beber después del trabajo. No le costó encontrarlo, le saludó y se tomaron unos coñacs en medio de un silencio espeso, solo roto por algún comentario sobre temas banales del negocio. Genaro de vez en cuando resollaba como un toro y le decía a su suegro que tenían que ir a denunciar, que a qué estaban esperando. Y a la una de la mañana, bien cargados de alcohol los dos, Jesús puso una mano en el hombro a su yerno. A Genaro aquella mano le pareció que pesaba como si fuera de piedra. Jesús le miró muy serio, y le dijo que Rita estaba bien, que su mujer y él sabían donde estaba, pero que no podía verla. Genaro le miró perplejo y desconcertado, sin saber qué decir, esperando. “Está embarazada”. Al escuchar aquello, a Genaro la mano de su suegro y patrón se le clavó en el hombro. No entendía nada. Preguntó que cómo era posible, que su mujer no estaba encinta, que hacía mucho que no se veían. Y Jesús contestó, afirmando con la cabeza, que sí, que estaba preñada. Y siguió mirándole en silencio con una expresión que Genaro no le había visto nunca. Después de un rato Jesús le dijo que algunas veces a la vida le da por jugar con nosotros. Y nos pasan cosas que no esperamo, y que a lo mejor no nos merecemos, pero que da igual, son cosas con las que hay que lidiar, y mejor tener la cabeza fría. Continuó diciéndole que él, Genaro, que no era mal hombre, buen trabajador, cumplidor, responsable, y que en unos años, seguramente no muchos, cuando Jesús no valiera por la edad, se haría cargo del negocio y que estaba seguro que lo iba a llevar bien. Y que se lo tenía bien ganado por los muchos años de buen trabajo y de lealtad hacia él, más que por ser el marido de su hija, que eso poco mérito tiene. Pero que en ese momento la vida le había puesto a prueba. Tras un largo silencio en el que solo se oía su respiración pesada, siguió con su parlamento diciéndole que, ahora que ya lo sabía, podía hacer lo que quisiera, que entendía que estuviera enfadado y disgustado con Rita, pero que si se le pasaba por la cabeza hacerle el más mínimo mal gesto haría con sus huesos pienso para los cerdos. Genaro sintió que la sangre le hervía, pero con los ojos de Jesús clavados como dos estacas en los suyos mirándole sin parpadear a medio palmo de distancia, solo pudo permanecer allí aguantando la mirada mientras una riada de gruesas lágrimas de una rabia que le dolía en el centro del pecho le nublaban la vista. Después de un rato que le pareció una eternidad, cuando consiguió reunir algo de valor, apartó despacio de su hombro la mano de Jesús, se limpió lágrimas y mocos con la manga de la chaqueta y se fue al baño tropezando con las sillas del bar. Tardó en volver. Durante ese tiempo, Jesús y el dueño del bar, los únicos que quedaban por allí, con casi todas las luces apagadas y las banquetas ya subidas en la barra con las patas apuntando al techo, solo oyeron, en medio del silencio de la madrugada, un par de extraños aullidos que parecían venir de un animal malherido. A la media hora larga apareció Genaro. Su cara parecía un mapa lleno de países blancos y encarnados. Traía los ojos hinchados. Pidió tres coñacs. Él se bebió uno de un trago, empujó otro delante de Jesús y el tercero se lo ofreció al camarero. Puso un billete de cien pesetas sobre la barra para pagar, y le dijo a su suegro, trastabillándose un poco con la voz algo quebrada, pero con claridad y firmeza: “Mire Jesús, y escúcheme porque solo lo voy a decir una vez, con este hombre aquí delante de nosotros”, el camarero posó su copa en la barra con un golpe seco sin quitarle ojo de encima, “Voy a ser el padre de ese niño que no es mio, y me voy a ocupar de ellos, del niño y de la madre, pero - aquí hizo un largo silencio mirando muy fijamente a su suegro – si Rita me la juega otra vez, le juro por mis muertos que será la última” Jesús miró al camarero, que les observaba desde el otro lado de la barra, se miró la punta de los zapatos asintiendo mientras un escalofrío le recorría la espalda pensando en que ya había gastado todos los cartuchos que tenía para proteger a su hija, y en aquella frase de la Biblia sobre la ira de los justos.

Un año más tarde Rita volvió a Zamora con el crío en brazos, a casa de sus padres. Al día siguiente le inscribieron en el registro. Y a los dos meses Jesús dio permiso a Genaro para subir a ver a su mujer y a conocer al niño, al que habían llamado Celestino. Dicen que Genaro había perdido diez kilos en ese tiempo. Que apareció aquel domingo en casa de sus suegros como el mozo que va a la boda del amigo con un traje prestado, y que se pasó toda la tarde mirando muy serio a su mujer a quien no veía desde hacía más de un año, sin pestañear, entre ofendido, humillado y con un punto de extraña fijeza, callado como una estatua, y que apenas dirigió una mirada al niño que berreaba en el moisés al lado de Rita. Esta le puso un chocolate con churros, como cuando eran novios, aunque ahora visiblemente más nerviosa, y se sentó enfrente de él en la mesa cuadrada del comedor, bajo la lámpara de lágrimas de cristal, escoltada por sus padres a ambos lados. Unos meses más tarde, un viernes que había escampado después de unos días lloviendo sin parar, Rita regresó a su casa con Celestino. Y nunca más volvió a pisar el mercadillo de los martes del Alto de los Curas, ni pudo escuchar el Dos Gardenias sin preguntarse, sintiendo un profundo asco de sí misma, como fue capaz de revolcarse con el gitano en aquel carromato un martes y otro martes durante aquellos meses.

Celestino tenía doce años cuando dieron aviso a su madre de que su prima de Cea había muerto por complicaciones en el parto de su sexto hijo. Rita la tenía en mucha estima y agradecimiento por haberse ocupado de ella aquella noche que apareció de imprevisto, preñada y con una maletita de cartón, llorando a moco tendido pidiéndole que la escondiera en su casa, diciendo que su marido la iba a matar cuando le viera la tripa porque el hijo no era suyo. Y no dudó un momento, en cuanto tuvo conocimiento de la noticia, en coger al niño y marchar al pueblo al funeral.

Estando en el velorio se acercó a Celestino un muchacho de su estatura, un par de años más viejo, con una oscura pelusa en el bigote y la voz medio de niño medio de hombre. Era el hijo mayor de la prima de su madre. Y le contó la historia de aquella temporada que Rita pasó allí años atrás, cuando él era muy pequeño, y de lo que había sucedido alrededor de aquellos meses, cosas que Celestino desconocía por completo. El muchacho se había enterado casi sin querer, oyendo los cuchicheos de las mujeres en verano a la hora de la siesta, cuando se sentaban a zurcir al fresco pensando que nadie las escuchaba. Luego la curiosidad había rellenado los huecos y atado los cabos sueltos preguntando aquí y allá a su madre y a sus tías, hasta terminar de armar el rompecabezas.

Aquel día, en el entierro de la prima de su madre, Celestino se enteró de donde había nacido, de los galanteos de su madre con el gitano del mercado, y de la dura conversación entre su abuelo Jesús y su padre, que a lo mejor no era su padre, pero que ya no podía ser otra cosa, aquella noche en un bar del centro de Zamora. Y aunque aún era joven y le faltaba entendimiento para comprender los recovecos del alma de los mayores, tuvo un extraño sentimiento de ternura hacia aquel hombre hosco, que paraba poco en casa, que solo le salía hablar dulce con los animales, al que no vio nunca con un vaso de vino en la mano, ni apenas sonreír, y que, de vez en cuando, le traía a su madre una cajita de música a la vuelta de sus viajes con el ganado.


Foto de Pedro Vázquez, Pinterest


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