UNA GABARDINA REVERSIBLE

Óscar bajó del tren, como cada mañana, para transitar las cuatro calles que le separaban de la oficina donde llevaba las cuentas de una pequeña empresa de instalaciones eléctricas. Hacía poco que había cumplido los cincuenta, y el traje gris que llevaba puesto estaba gastado y pasado de moda.

Gualberto salía por la puerta de la cafetería de la estación, cuando se dio cuenta de que había olvidado algo. Era alto, siempre con sus impolutas gafas sin montura. Se giró y miró al hueco en la barra donde había tomado café, aún no habían retirado la taza, pero el maletín no estaba en el suelo donde pensaba que lo había dejado. Sus ojos se movieron de un lado a otro, y al dirigirse a la puerta, lo vio transportado por alguien que salía de la cafetería. Se movió con rapidez. En la calle escudriñó a ambos lados, hasta que, entre el trasiego de gente, al fondo, lo vio en la mano de una mujer. Era delgada, morena, vestía una gabardina de color claro hasta las rodillas, y llevaba el pelo suelto. Caminaba apresurada entre la gente sin mirar atrás. Gualberto corrió hacia ella.

Óscar se disponía a empezar a bajar las escaleras de la estación para salir a la calle cuando le asaltó la duda de si tenía en el bolsillo las llaves de la oficina. La inesperada parada del hombre y el paso acelerado de la mujer provocaron la colisión. El maletín cayó al suelo y se abrió, quedando el contenido esparcido por el suelo. La mujer, aturdida, desapareció entre la gente. Óscar miró a la masa humana que se la había tragado y luego a los papeles dispersos a sus pies. En varios de ellos vio un membrete que le resultó familiar. Gualberto llegó al lugar a los pocos segundos y se agachó a recoger el estropicio.

– Será posible, casi me roban el maletín – dijo en voz alta mientras lo cerraba.

Se incorporó y miró al hombre que estaba de pie a su lado. Se reconocieron.

– ¡Óscar, cuánto tiempo…!

– Gualberto…

– Diez o doce años, ¿no?

– Ya lo creo, desde PROLOSA – Óscar hizo una pausa -, veo que sigues trabajando allí…

– Pues sí, sigo allí – dijo bajando el tono de voz, al darse cuenta de que Óscar había visto los membretes en los papeles de la empresa donde trabajaron juntos.

Un pesado silencio se instaló entre ellos. Óscar miraba a Gualberto, y este le correspondió sin entusiasmo.

– Yo no sigo allí, ya te encargaste de quitarme de en medio.

– Óscar...

– Claro que sí, fabricaste el asunto turbio de aquellas comisiones bajo cuerda y le calentaste bien la cabeza a Félix Bermejo, para que me pusiera en la calle, ¿no te acuerdas?

– Mira Óscar, yo no sé de donde salió aquello…

– ¿No?, y tampoco sabes cómo se esparció aquella mentira por todas las empresas del sector donde yo podía haber encontrado trabajo, ¿verdad? Me lo he estado aguantando muchos años, pero te lo digo ahora que has aparecido caído del cielo: te comportaste como un auténtico cerdo, nunca me hubiera esperado eso de ti.

– Déjalo, no sabes de lo que hablas – replicó Gualberto con voz baja pero firme.

– ¿Ah, no? Para tu información, dos o tres conocidos de empresas de la competencia a los que toqué para ver si me daban trabajo me lo confirmaron. Me dijeron que alguien desde dentro de PROLOSA se lo había contado, y que no me molestara en mandarles mi currículum.

– Te confundes, alguien estaba viendo que tu trabajo destacaba cada vez más dentro y fuera de la empresa, y se ocupó de quitarte de en medio porque pensaba que ibas a por su puesto.

– Nunca pensé que fueras tan ruin.

A unos treinta metros la mujer observaba la conversación del hombre alto a quien le habían ordenado robar el maletín con alguien que le miraba desafiante, con un gesto rabioso que no se correspondía con su aspecto. Intuyó que tenían algún asunto pendiente de resolver. Su trabajo era recuperar los documentos del maletín. Lo demás le tenía que dar igual.

– No te consiento esas acusaciones. A estas alturas me vas a venir con eso...

La mujer se acercó distraídamente a ellos mientras miraba su reloj y el cartel de llegadas de la estación. La gabardina era ahora negra y el pelo corto y rubio. Cuando estaba a tres o cuatro metros el hombre del maletín dejó solo al del traje pasado de moda y empezó a caminar con grandes zancadas hacia ella, con la mirada fija al frente y la mandíbula apretada. Al pasar al lado de la mujer dijo, murmurando para sí:

– Óscar Campos, el eficiente, das pena...

En ese momento, la mujer dio un pequeño golpe a Gualberto con el hombro que le desequilibró. Aquel dio un par de traspiés y se quedó al borde de la vía. La mujer se acercó disculpándose con ojos risueños y un tono de voz dulce, y, en el momento en que Gualberto se relajó, le arrebató el maletín de la mano. La sorpresa hizo que Gualberto diera un paso hacia atrás, cayendo bajo las ruedas del tren que pasaba en ese momento. Óscar se quedó petrificado al lado de la escalera mirando como la segunda desconocida desaparecía con el maletín mientras se formaba un corrillo de asustados pasajeros alrededor del punto en el que Gualberto había caído a la vía. Se oyeron gritos de pánico. Óscar dio la vuelta y siguió su camino de todos los días. No quería tener nada que ver con el accidente de su ex compañero, ni explicar a la policía quién era y de qué le conocía. Cruzó la calle despacio, intentando asimilar lo que había visto. Por mucho que no hubiera deseado un final muy diferente para Gualberto, verlo desaparecer debajo de las ruedas del tren no era algo fácil de digerir. Dos calles más allá, al doblar la esquina, volvió a ver a la mujer. Esta vez al lado de la ventanilla de un Mercedes de gama alta. Vio como le entregaba el maletín al conductor, que también era alguien conocido de Óscar. Parecía que en un solo día todo su pasado en PROLOSA venía a visitarle. Era Félix Bermejo, sonriendo satisfecho. Una vez tuvo el maletín en sus manos lo abrió y examinó con rapidez lo que había dentro.

– ¡Que jodido este Gualberto! La de pólvora que llevaba aquí, si esto sale a la luz es el fin de PROLOSA y de Félix Bermejo – dijo a la mujer terminando con una estruendosa carcajada.

La mujer asintió en silencio con gesto neutro. Óscar no pudo evitar mirar fijamente a Félix, ni que este advirtiera su presencia. Pensó que no era casual que su ex empleado, de quien no sabía nada desde hacía mucho tiempo, estuviera en aquel lugar y a aquella hora, y que probablemente estuviera involucrado en el plan que sabía que Gualberto estaba urdiendo para hundir PROLOSA y remontar el vuelo después con los restos de la empresa. La sonrisa de Félix se diluyó. Montó de nuevo en el coche y arrancó haciendo chirriar las ruedas. Al pasar a la altura de Óscar dio un violento volantazo. El coche golpeó a Óscar con fuerza proyectándole contra un árbol. Óscar no hizo nada por esquivarlo, bloqueado como estaba por lo que había visto en la estación y por lo que acababa de presenciar un minuto después. Quedó tendido al pie del árbol. Félix frenó unos metros más adelante. Abrió la puerta. Puso un pie en el suelo y asomó la cabeza por encima de la ventanilla. Miró a Óscar, luego hacia la mujer. Levantó los hombros asumiendo una complicidad profesional con ella. Montó de nuevo en el coche y dejó el lugar a toda prisa.

La mujer, tras el brutal golpe, viendo a Óscar inmóvil y sangrando por la sien, le arrancó el teléfono móvil de las manos a una chica que pasaba por la acera con grandes aros por pendientes. Abrió la cámara, y lanzó una ráfaga de fotos a la escena con Óscar muerto en el suelo, y Félix entrando en su coche y escapando del lugar. Le devolvió el teléfono a la atónita chica después de limpiarlo de huellas contra el pantalón: “Enfrente de la estación hay un coche con dos policías, diles que han atropellado a un hombre aquí fuera, y les enseñas las fotos que acabo de hacer, ¡vamos!”. La chica echó a correr inmediatamente haciendo bailar los aros en sus orejas.

Se alejó caminando. Un minuto después tiró la gabardina a un contenedor de basura, y supo que era el momento de cambiar de trabajo.

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