DUPLICADO




Son las cuatro de la tarde de un sábado del mes de octubre. Hace sol. Últimamente al verano le cuesta apartarse para que entre el otoño. Es la hora de bajar al perro a la calle. Me levanto del sofá y voy a la habitación. Me siento en la cama a ponerme las zapatillas y aparece Marcelo por la puerta jadeando y moviendo la cola con excitación. Cuando oye el tintineo de las llaves de la casa en mi mano se transforma en un alboroto peludo de brincos, ladridos y lametazos. Abro la puerta con su correa en la mano, bajo al portal y salgo a la calle. El perro va un poco por delante, con esa impaciencia exploradora de los perros. Se para en el césped y echa una meada corta. Seguimos andando. No pienso nada en concreto. Mi cabeza está ocupada únicamente en tratar de adivinar donde hará caca el animal. De repente me paro y una pregunta me asalta: ¿he bajado de casa por la escalera o por el ascensor? No lo sé. Hago por acordarme mientras me rasco la cabeza. Es una pregunta estúpida. Qué más da como he bajado. Pero no. La pregunta insiste como Jazztel los viernes a la hora de la siesta. Intento recordar el momento exacto de cuando he salido por la puerta de casa, cerrándola detrás de mí y... no sé, no sé si luego he llamado al ascensor o he cogido el camino de la escalera. Me esfuerzo más. Cierro los ojos. Me concentro. Nada. Me voy unos minutos atrás. Estoy en el sofá, miro el reloj y pienso que es la hora de sacar a Marcelo. Me levanto con desgana y voy a la habitación. Al pasar por la puerta del despacho me paro y le digo a mi mujer que voy a bajar al perro. Ella lleva unos auriculares puestos, está hablando con alguien por teléfono. Al verme en la puerta hablándole me mira y asiente con la cabeza, pero sé que no me ha oído. Me calzo, cojo la cazadora, las llaves, la correa del perro, la sujeto al collar alrededor de su cuello con el pequeño mosquetón. Visualizo todos esos momentos. Me recuerdo de nuevo abriendo la puerta de casa y saliendo. Después cierro la puerta. Me encamino al lugar exacto en el descansillo en el que tengo que decidir si derecha o izquierda, si ascensor o escalera. Y ahí, en ese punto, el vacío, la nada. No soy capaz de recordarme ni bajando la escalera ni llamando al ascensor. Me angustio. ¿Estaré enfermo? El perro me mira. Se me ocurre algo. Han pasado apenas un par de minutos desde que he salido del portal. En este tiempo no ha salido ni entrado nadie, luego los ascensores deben estar exactamente igual que cuando yo he bajado. Tirando del perro regreso al portal. Si el ascensor está allí con seguridad he bajado en él, si no está he bajado por la escalera. Fácil.

Entro al portal y voy al ascensor. No está. ¿He bajado por la escalera? Oigo activarse el runrun de las máquinas, se enciende el pilotito rojo al lado de la flecha que señala hacia abajo. Intuyo los cables y poleas moverse en el hueco sin luz del ascensor a través de la ventana de la puerta. Por alguna razón me entra una especie de inquietud y me parapeto detrás de las plantas que hay en los enormes maceteros del portal. El ascensor llega a la planta baja. Oigo como se abre la puerta interior y veo iluminarse la ventana rectangular de cristal traslúcido de la puerta. Una sombra se mueve dentro. Escucho una voz familiar diciendo carantoñas a un niño o quizás a un perro. Se abre la puerta. Me camuflo en la pequeña selva de los maceteros. Lo que veo me deja inmóvil, aterrorizado, espeluznado… no sé explicarlo de otra manera. Me quedo sin habla. Mi corazón se detiene dentro de la caja torácica. No respiro. No puedo creer lo que estoy viendo: soy yo saliendo del ascensor con mi perro. Me sigo con la mirada caminando hacia el portal, abriendo la puerta y saliendo a la calle. Voy vestido igual que yo, con la misma barba de tres días, mi cazadora azul, y la camisa por fuera. El que ha salido del ascensor es una copia exacta de mí mismo. No sé qué hacer. No sé si se trata de un espejismo. Me digo si no será que el portal está poco iluminado y lo que he visto es alguien parecido a mí con un perro parecido al mío y con una voz parecida a la mía. El perro. ¿Dónde está mi perro? No está. No llevo ni el perro ni la correa. Está con él, conmigo, con el que ha salido del ascensor. No entiendo nada. Es peor que eso. Cierro los ojos y al abrirlos decido que voy a salir del portal y voy a ir detrás de mí, del que ha salido, para comprobar si soy yo, para saber si ese es mi perro. Tengo que hacer algo. Cerciorarme de qué es lo que he visto. Salgo de mi escondrijo. Antes de abrir la puerta del portal miro a través de las cristaleras si hay alguien en la calle. Al salir o al entrar suelo cruzarme con algún vecino, pero ahora no quiero ver a nadie. No hay nadie. Abro la puerta y salgo. Sigo el camino que tomo habitualmente con el perro sabiendo que a la vuelta de la esquina estaré parado mientras el perro hace su primer pis. Antes de doblar me asomo con cuidado y efectivamente ahí estoy, con el perro haciendo pis mientras yo me pongo las gafas de sol. Salto detrás de unos setos que hay un poco más allá desde donde puedo seguir espiándome. Efectivamente soy yo. ¿Qué está pasando? Mi corazón va a doscientos por hora. Noto la sangre bombeando en mis sienes. No sé si quiero llorar. ¿Quién es el impostor, qué hago? Me veo alejándome paseando tranquilamente al perro, haciendo la ruta de todos los días. A lo lejos veo al vecino del quinto con su perrita venir a mi encuentro, al encuentro de mi otro yo. Veo como se paran a charlar mi vecino y yo. Oigo sus risas desde mi puesto de observación. Veo a mi perro, que va con él, conmigo, con el otro, lo veo girarse y mirar distraído en mi dirección.

Algo se mueve cerca de mi escondrijo. Me escondo más, como si mi presencia en este mundo, en este momento, estuviera en cuestión y tuviera que huir como un apestado. He asumido el papel de fugitivo, de ilegal, de espalda mojada, pero no sé porqué. Veo asomar la cabeza de mi vecino por encima de unos setos a unos metros de mí. La cabeza de mi vecino. Del vecino del quinto que también está hablando y riendo conmigo, con el otro yo, el del perro. Veo su cara desencajada, como seguramente esté la mía. Cruzamos las miradas. Su expresión es puro pasmo. Me mira un par de segundos y se gira para mirar la escena en la que él, su otro él, y yo, mi otro yo, el del perro, están, o estamos, charlando, apenas cincuenta metros más adelante. Aumenta mi inquietud, ¿qué está pasando? Estoy petrificado. Sin saber qué hacer, ni que decir, ni a quien hablar, ni si preguntar a mi vecino o llamar a la policía. Sé que soy yo el que está mal. Sé que soy yo el ilegal, el usurpador, sé positivamente y tengo la certeza de que si soy descubierto o me descubro voy a ser yo el que cause la gran paradoja espacio temporal y todo el mundo tal y como lo conocemos se irá a la mierda. O que aparecerá una furgoneta negra en menos de veinte segundos de la que saldrán media docena de policías de negro con gafas de sol y sin insignias y me meterán sin mediar palabra en la parte de atrás y me llevarán a una prisión ilegal en un sitio remoto, desconocido, lleno de humedad, ratas e insectos donde me tendrán aullando que yo no he hecho nada hasta que se me quiebre la voz y me pudra. Has visto muchas pelis, me digo. Tienes que serenarte, seguro que hay una explicación racional para todo lo que crees que está pasando. Oigo un ¡eh! muy cerca que me saca de la parálisis. Miro en dirección a donde mi otro yo y mi otro vecino están hablando. Me sobresalto cuando me doy cuenta de que mi vecino, el otro que también ha sido víctima de duplicación y está como yo escondido sin saber qué pasa, ese, ha abandonado su posición y lo tengo pegado a mi costado.

Me coge del brazo y tira de mí hacia el suelo. Quiere que nos agachemos más. Le veo mirar hacia lo alto. En una terraza cercana hay una mujer fumando y hablando por teléfono que nos puede ver. Me está diciendo que nos quitemos del alcance de su vista. Entiendo que él tiene también la certeza de haber pasado de ser un elemento único, predecible, consumidor de series de tv, votante moderado, y aficionado de algún equipo de fútbol a ser un pequeño punto rojo intermitente, rodeado por círculos concéntricos, en una pantalla con un mapa que está siendo observado por unos ojos calculadores. ¿Habrá más gente en esta situación? Hace menos de veinte minutos no había nada que pusiera en entredicho mi lugar en el mundo. Ahora creo que la aparición de un yo paralelo me deja en una especia existencia preventiva, provisional, cuyo ser o no ser está pendiente de una resolución que tendrá unas consecuencias que no quiero imaginar. Me agacho junto con mi vecino para no ser visto por la mujer que habla por teléfono en su terraza. Pero no quiero que termine de hablar nunca. Su charla intrascendente salpicada de risas y momentos de asombro subrayados con su boca abierta, ojos espantados y expresiones tipo “Pero ¿qué me dices?” me da una momentánea sensación de cercanía que me reconecta con la vida, con la vida de los legales, de los no duplicados, como mi vida de hasta hace unos minutos, o la de los duplicados pero no la vida de los duplicantes entre los que me encuentro ahora, no mi vida de impostor.

Por la calle pasa un coche despacio con las ventanillas bajadas, suena a todo volumen el “Sultans of Swing”, de Dire Straits. He escuchado este tema miles de veces, pero algo ha cambiado. La sensación placentera que me producía antes de hoy ha desaparecido. Es como si la canción ya no fuera parte de mi vida, como si ahora perteneciera a otro mundo, o quizás sea yo el que ya no pertenece a su mundo. Me recuerda a la sensación que tienes cuando vas a otro país, y coges un taxi. El taxista escucha la radio y ves como canturrea y mueve la cabeza al son de esas canciones que a ti no te dicen absolutamente nada. Y en ese momento te das cuenta de que no eres más que un intruso. Un postizo en la vida del país del taxista y sus conciudadanos que escuchan esa emisora de radio; que la reconocen y se reconocen y se afirman en esas canciones, en esos anuncios, y en esas voces que te resultan tan ajenas.

Mi vecino está a mi lado. Agachado como yo mirando entre las hojas hacia donde estamos hablando con nuestros perros. Me pregunto qué es lo que debemos hacer. Quizás escondernos donde nadie nos localice y pensar con serenidad. Sabemos que si nos descubren algo terrible va a pasar. No me hace falta decírselo con palabras. Me viene a la cabeza aquella escena de "La invasión de los ultracuerpos" en la que Brooke Adams sola y asustada se encuentra en su casa con su marido, Donald Southerland. Hace tiempo que están separados, pero no es su marido con quien se ha encontrado sino con el usurpador venido del espacio. Él, al verla, la señala con un brazo enfurecido y gesto acusador y desencajado profiriendo una especie de chillido agudo que en realidad es una llamada para que acudan en su ayuda otros ultracuerpos para aniquilar a la pobre Brooke.

La cabeza va a doscientos por hora, se me sale el corazón del pecho, las pupilas no pierden detalle de lo que pasa. Soy un animal acosado. El tiempo pasa muy despacio. Veo que mi otro yo y mi otro vecino caminan despacio alejándose de nosotros. Los perros juegan. Se detienen otra vez. La mujer de la terraza sigue parloteando y mis sentidos están pendientes de todo. Mi otro yo mira a la ventana del segundo piso, de mi piso. Habla con mi mujer que está asomada a la terraza. Seguramente ella le esté diciendo que vaya al bar y le compre tabaco, es algo que hace a menudo. Verla a ella hablando con ese que no soy yo, con esa manera de mirarme, que forma parte de nuestro código de comunicación más íntimo, me destroza. Por un momento siento que ya estoy definitivamente fuera de juego. Que nunca las cosas volverán a ser como antes. Mi otro yo y mi otro vecino se separan. Mi otro yo vuelve sus pasos hacia el portal y mi otro vecino se aleja por la acera caminando. Mi vecino, el que está ahora a mi lado, me mira un momento y desaparece, echa a correr medio agachado, con sorprendente agilidad, por detrás de los setos siguiendo a su otro yo. Estoy solo. Veo a mi otro yo entrar en el portal. No sé qué hacer. El tiempo se ha detenido. La mujer que hablaba por teléfono en la terraza, que sin saberlo mantenía en mí una tenue conexión con el mundo, se ha ido. Su terraza parece ahora un lugar siniestro. Pasan los segundos y los minutos. No me muevo. Sigo sin saber. Tengo que pensar. Pensar. Pensar qué puedo hacer. No debo dejarme atenazar por miedos irracionales. Tengo que pensar algo. Pero lo que ha pasado va más allá de la razón. Miro a mi casa, veo las ventanas y la terraza del salón donde estaba mi mujer hace unos minutos hablando con mi otro yo.

Noto una vibración en la pierna. Es el teléfono móvil. Miro hacia el bolsillo con miedo. Empieza a sonar más alto y me asusto. Alguien puede oírlo y descubrirme. Saco el teléfono del bolsillo y vuelvo a mirarlo con una mezcla de miedo y remota esperanza. Es mi mujer quien me llama. ¿Me llama a mí o al otro?, pero, es mi teléfono el que suena... ¿tendrá mi otro yo, el que salió del ascensor, otro teléfono igual en el universo paralelo que estará también sonando en este momento? No sé qué hacer. Esta llamada de mi mujer desde mi vida anterior, desde el mundo del que acabo ser expulsado, me asusta. El aparato sigue sonando, alguien puede oír el persistente soniquete. Sin pensar más descuelgo. Acerco el teléfono a mi oído, sin decir nada. Tras un par de segundos oigo: "¿Estás ahí?, Javi, hijo, ¡por el amor de Dios, di algo!". No me salen las palabras, solo balbuceos. "¿Pero, qué te pasa Javi?, ¿estás bien?, ¿dónde estás?, ¿has dejado al perro en la puerta y te has ido?" Intento pensar. Está sola. Tiene al perro. Pero yo, mi otro yo, ya no está con ella, y tampoco lo he visto salir del portal, y ella me está llamando a mí. "Sí, sí, es que... ahora subo cariño", digo con torpeza y cuelgo. Me quedo mirando el teléfono, ese aparatito a través del que me han llamado desde mi vida, desde la vida de la que siento que tengo los dos pies fuera. Siento un alivio momentáneo. Aunque estoy seguro de haber visto lo que he visto, mejor no empeñarme en entender, al menos por ahora. Vuelve a sonar. Es ella de nuevo. "Sí, dime". "¿Te pasa algo Javi?, ¿dónde estás?, ¿por qué te has ido?, me estás asustando, por Dios". "Ya subo, ahora te explico, no te preocupes". Vuelve a preguntar si me encuentro bien, le digo otra vez que ahora subo, que estoy arriba en dos minutos, que se me había olvidado algo en el coche. Pero no me atrevo a salir de mi escondite. No veo a mi vecino. Una pareja de viejitos pasa por la acera discutiendo. Ella, enfadada, le dice a él que no se entera de nada, que la próxima vez le deje a ella, que le va a decir cuatro cosas al dependiente de esa tienda. Tengo que ponerme en marcha, pero tengo miedo. Pienso que debe ser racional sentir un miedo irracional en una situación irracional. Pienso que es un pensamiento estúpido. Pero no puedo dejar de pensar en que me he visto hace unos minutos. He visto a alguien que era yo mismo, vestido como yo, mirando a mi mujer como yo la miro, haciendo las cosas que yo hago, hablando con mi voz, paseando a mi perro… Un alguien que era yo mismo… que me ha despojado de todo. Pienso en la llamada de teléfono de mi mujer.

Me asomo un poco y todo está normal. Todo está como siempre. No veo a otros yos, ni a otros vecinos redundantes ni redundados, todo está normal. Pasan coches por la calle, un par de chavales van por la acera con una pelota, una mujer tiende la ropa en el bloque de al lado, hace calor. Debo subir a casa. Salgo con cuidado de detrás del seto, sin ruido, tratando de no llamar la atención. Ya estoy en la acera, en unos pocos pasos he pasado del submundo de las sombras de los seres duplicados al mundo real, el mundo normal, el mundo radiante de todos los días. Pero me siento inseguro. Estoy temblando. Miro a todas partes, veo algunas personas a lo lejos, pero a nadie parece extrañarle mi presencia. Instintivamente me aliso la ropa. Voy al portal. Camino despacio. Sopesando. Miro a cada coche que pasa. A cada persona con la que me cruzo. A cada pájaro que vuela en el cielo. Miro las ventanas de mi casa. Están normal. Las persianas a medio bajar, las cortinas del salón agitándose movidas por la brisa. Estoy llegando al portal. Se abre la puerta, me asusto. Salto como un resorte y me parapeto detrás del buzón de correos. ¿Qué estoy haciendo? Salen unos vecinos de la puerta de al lado. Se me quedan mirando extrañados. Salgo de detrás del buzón y noto mi cara ardiendo, “Hola Satur, buenos tardes”. “Hola Javi” contesta mi vecino Saturnino sin detenerse.

Aprovecho que la puerta está abierta y me cuelo en el portal. Al ver la puerta del ascensor por donde salió el otro, mi otro yo, mi duplicado, mi doble, me vuelvo a sobresaltar. Tengo que tranquilizarme. Respiro. Debe haber alguna explicación. Tengo que llegar a mi casa. Tengo que abrazar a mi mujer y sentir que ella me abraza y me reconoce para poder empezar a poner los pies en la tierra. Estoy delante de la puerta del ascensor. Alguien baja. Me dirijo a la escalera. Me parece más segura que el ascensor. Subo despacio los dos pisos sin cruzarme con nadie. Estoy delante de mi puerta. Todo está normal. Me doy cuenta de que perder la normalidad es como perder el nombre, la cara, la propia identidad, lo que has sido, lo que has hecho, como si tu madre dijera que ese hijo que lleva tu cara no es suyo. Estoy volviendo a ella, a mi normalidad, con mil cautelas, con mil dudas, pero es el camino que debo seguir para deshacer el nudo gordiano en que se ha convertido mi existencia. Si soy capaz de entrar en casa y que ese mundo y mi mujer me reciban y me reconozcan estaré un paso más cerca.

Saco la llave del bolsillo; encaja en la cerradura con suavidad. La giro despacio hacia la izquierda haciendo un poco de fuerza y siento el clock del resbalón liberando la hoja de la puerta que se desplaza unos centímetros hacia adentro, invitándome a entrar. Se apaga la luz del descansillo. Oigo a mi perro acercarse a la puerta ladrando. Reconozco sus ladridos de bienvenida. Empujo la puerta un poco más y entro. Aparece mi mujer por la puerta del salón. Me sobresalto al verla. ¿Sera ella también un duplicado? “Pero ¿qué ha pasado Javi?, ¿por qué te has ido y has dejado al perro atado en la puerta?, ¿por qué has hecho eso?, ¡estás pálido!”. El repiqueteo de sus preguntas me produce paz. Soy yo. Me está hablando a mí como si nada de lo que ha pasado en el último rato hubiera pasado. Siento ganas de llorar. Contesto que al volver de la calle, de repente, me acordé de que anoche me había dejado el coche abierto y bajé a cerrarlo. Me mira un momento con gesto de impostada extrañeza inflando los carrillos y torciendo la boca y me señala al mueblecito del recibidor donde refulgen las llaves del coche. “¿Seguro?”. La miro fijamente, los ojos muy abiertos, muy serio, y contesto “Menos mal que estaba cerrado…”, “Mira hijo, de verdad, que estás muy raro hoy”, y detecto como decide, siguiendo una vieja costumbre, dejarme un rato a solas para que me centre. Sé que luego volverá a preguntarme. Ella y el perro desaparecen por la puerta de la cocina. Escucho el habitual ruido de la televisión, en la que suena música de película de suspense, con dos hombres hablando en susurros. Entro en el salón. Todo está normal. El aterrizaje en la normalidad no es inmediato, estoy en una fase de aproximación. Me paso por las habitaciones para verificar que no estoy allí, que mi otro yo no está, que ha desaparecido, si es que alguna vez ha estado. ¿Estoy empezando a dudar? Abro los armarios. Al ruido de la tele se suma otro ruido tranquilizador: ruidos de cacharros y de platos, mi mujer recogiendo la cocina. No estoy. Miro en los baños, detrás de las cortinas de las duchas. Levanto la tapa del váter. Tampoco estoy. Vuelvo a la entrada y pongo la cadenita de la puerta y echo el cerrojo. ¿Vendrá el otro yo y abrirá la puerta? La tensión me va a matar. Salgo a la terraza. Miro al fondo de la calle y veo a mi vecino del quinto, el vecino cuyo duplicado estuvo a mi lado detrás del seto, caminando con el perro hablando con alguien. Miro a los setos. Estoy allí, escondido. Distingo perfectamente la mancha azul de mi cazadora azul entre las hojas. Me veo levantar despacio la cabeza y dirigir la mirada hacia arriba, hacia la terraza, mi terraza, y mirarme. Nuestras miradas se cruzan. Nos reconocemos. ¿Y ahora? Somos dos, soy dos, mi cabeza va a estallar. Algo llama la atención de mi yo detrás del seto, que le hace girar la cabeza hacia el principio de la calle. Le sigo y también miro en esa dirección. Una furgoneta negra ha aparecido por la esquina. En un santiamén llega a la altura de los setos donde estoy escondido. Se detiene bruscamente. Salen de la furgoneta media docena de policías de negro con gafas de sol y sin insignias. En un instante rodean a mi otro yo allá abajo. Me agarran por los brazos y me llevan en volandas al interior de la furgoneta sin mediar palabra. Las puertas se cierran con un solo golpe. La furgoneta se pierde por la otra esquina de la calle igual que ha venido, apresurada y silenciosa, diligente e inhumana. Miro en todas direcciones. Pero no hay nadie en la calle. Una turba de sentimientos escarba dentro de mi estómago: alivio, ya no hay dos Javier Zapata en este mundo, angustia, ¿por qué no me han llevado a mí en lugar de a él?, ¿qué pasará mañana, aparecerá otro Javier Zapata, y será a mí, a Javier Zapata, al que se lleven en la furgoneta negra?

Mi mujer me habla desde dentro de la casa, me pregunta si he comprado el tabaco. Me quedo mirando las ramas del seto donde estaba escondido hace tan solo unos segundos, que aún se mueven.

FIN

Comentarios

  1. Una excelente historia en torno a paradojas y paranoias. Tan primorosamente narrada como angustiosa en su desarrollo. Inquietante, hipnótica. Engancha, y no suelta hasta llegar al final. Enhorabuena, y muchas gracias por compartirla.

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  2. Increible thriller, enhorabuena JuanAnt!. Sostienes una atmósfera angustiosa y empujas a leer para salir de esa paranoia o distopia cuanto antes. Ahora oigo el ascensor y a un perro ladrar, pienso si yo también tendré duplicado... ¡soberbio¡

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    Respuestas
    1. Muchas gracias Novia Cadáver por tus palabras, me alegro de que te haya gustado. Un abrazo 😀

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  3. Muy buen relato de suspense e intriga Juan Antonio!!.En un ambiente de lo más normal y cotidiano creas una sensación de estrés en la que nos podemos reconocer cada uno de nosotros con nuestros miedos a perder lo que más nos importa, nuestra vida en nuestra rutina...muy bueno.

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  4. Enhorabuena!! He estado visualizando toda la historia desde que comenzastes el relato!! Buen trabajo 👍

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