EL LIBRO



La mujer empujó la puerta de la librería y escuchó al otro lado el saludo de una campanilla afónica. Entró quitándose el gorro de lana, se quedó mirando el interior, pero no vio a nadie. Al minuto un dependiente bajó por una escalera que estaba apoyada en una estantería, como un extraterrestre que desciende de su nave, solo que con crujidos de madera vieja. La mujer llevaba zapatillas de correr, vaqueros estrechos, una cazadora con borreguito algo sobada, y de debajo del gorro salió una mata de pelo rubio oscuro, con mechas casi rojizas, y medio centímetro de blanco pegado al cráneo en el arranque de la raya. Iba sin pintar, tenía esa edad que una vez asumida hay que seguir asumiendo cada mañana frente al espejo.
-Buenos días.
-Hola, buenos días.
-¿Qué querías?
-Pues un libro, uno bueno -contestó mirando al fondo de la tienda por encima del hombro del dependiente.
-Muy bien, tenemos muchos libros buenos -replicó el hombre con una sonrisa que destilaba suficiencia-, ¿cómo te gustan?
-Pues verás, me gusta que la ilustración de la portada diga algo, que no sea de colores chillones... como la uniformidad B del barsa…, que me enganche; odio las portadas con títulos en letras doradas o plateadas, no puedo con ellos, ni esas en las que se ve una pareja recién salida de la pelu, en un atardecer de película, ella con media teta fuera, acaramelados y con cara de haber terminado de echar el polvete hace cinco minutos; de tamaño… lo quiero manejable, no me gustan muy grandes, tampoco de tapa dura, yo leo en el sofá, en la cama, en el metro, a veces en el váter… y quiero que pese poco; la cubierta que sea satinada, de esas brillantes, como plastificadas, que si les cae algo de agua o café pasas un trapito y no queda mancha; que se pueda retorcer y hacer un churro para sostenerlo con una sola mano, y que no se desencuaderne en trozos a la mínima; no me importa que tengan alguna esquina doblada, es como que da caché, ¿verdad? -el dependiente sonrió mientras escuchaba con atención-, el papel quiero que sea suave, con un poco de brillo, con color tirando a crudo, algo avejentado, las hojas finas, que se desmayen al cogerlas, sin llegar a papel de biblia, pero nada de esos papeles tiesos que crujen como la vela de un barco cuando le da el viento, me gustan más amorosos y dóciles… no sé si me explico -la mujer miró al dependiente hasta comprobar que, con una sonrisa ladeada y las manos apoyadas en el mostrador, el hombre estaba tomando nota mental de todo-; letra times new roman que no sea muy pequeña ni demasiado grande, eso es para viejas, ni que tenga los renglones muy separados, me da mal rollo, me gusta ver texto en la hoja, no que parezca una persiana a medio bajar; que no tenga demasiado diálogo, me aburren, y que en la separación de los capítulos no haya tres páginas en blanco; los párrafos que sean más bien largos, que se expliquen, que profundicen, no que vayan saltando de un tema a otro como con prisa por llegar al final o porque el autor no tiene ni puta idea; me gustan de unas cuatrocientas a quinientas páginas: si un libro me ha enganchado y es más corto me cabreo cuando se acaba, y más largo tampoco lo quiero que si mi marido ve que me lo estoy pasando bien lo empieza a escondidas y luego me toca pelearme con él; más cosas, en cuanto a autores no me des ninguno de los de ahí -dijo apuntando con la barbilla a la mesa de NOVEDADES-, lo siento, pero no, cuando he leído alguno tenía la sensación de estar leyendo el folleto de la temporada de otoño-invierno del Corte Inglés…, menuda chapa te estoy soltando…, ya termino, prefiero libros editados hace diez, quince, o más años que siguen a la venta porque han sobrevivido a la moda y las promociones.
La clienta se quedó callada mirando al dependiente, con los ojos muy abiertos, al tiempo que sus mejillas se enrojecían ligeramente.
-Vale, entiendo. Creo que sé lo que buscas.
El hombre se dio la vuelta y desapareció abducido por las filas de estantes. Al cabo de unos minutos regresó con un libro en la mano. Lo puso en el mostrador, delante de la mujer, que lo miró largamente con los ojos golosos del niño que un mira un pastel. Ella acarició la cubierta con las yemas de los dedos. Lo cogió, acomodó su peso en la mano, le dio la vuelta para ver la contraportada. Retiró la faja, lo contempló de nuevo. Como un guitarrista pasó el pulgar por el canto, por el filo de las hojas, con los ojos cerrados, dejándose embriagar con el olor a vainilla y a almendras amargas del papel.
-Es perfecto. Me lo llevo.

Foto: pixabay.com

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