ROCK&ROLL

No sé si esto me pasó a mí, o si me lo contó alguien a media voz, con aliento a cerveza recalentada en la barra de un bar de pueblo, o si lo soñé una noche calurosa de verano. Lo que voy a escribir son una serie de recuerdos, hilvanados malamente, que rescato del sótano de la memoria, allí donde bajo ningún concepto se debe ir a menos que tengas una razón muy sólida, porque el riesgo de salir jodido es importante. Son imágenes, sensaciones, y ruidos que piden vaso de agua y paracetamol, horizontalidad, silencio, déjame por favor, y bajada de persianas.

Estoy en uno de esos baños públicos que consisten en una cosa enorme de plástico fundido o proyectado o extrusionado, o como se diga, que hacen ahora con tres urinarios de los de toda la vida, de los de mear de pie en los cines, como una hornacina de catedral pero sin santo, dispuestos en forma de estrella, mirando a un punto central, de manera que en esa cosa tres hombres pueden evacuar sus vejigas simultáneamente, con la particularidad de que también también se ven unos a otros en una situación que podemos definir como mínimo de embarazosa, sonrojante, estúpida, vergonzosa, yo que sé, porque, digámoslo claro, a un hombre no le gusta mirar a los ojos a otro hombre que se sostiene el pajarito en la mano, esté miccionando o no, a estas alturas esto no es determinante, contrariamente a lo que salía en aquellas películas americanas de guerra en las que un montón de tíos cagaban juntos en una fila de cagaderos charlando animadamente e incluso alguno leyendo el Star&Stripes. Aunque quizás el fabricante de los mingitorios modernos de los que hablo, cuenta con el hecho, espero que probado en sesudos estudios, que cuando alguien llega a este tipo de urinarios en el que se tiene que enfrentar a tan desafiante situación ha mandado su dignidad de vacaciones y sencillamente se deja llevar por la imperiosa situación, le está reventando la vejiga, y donde ya pasa de todo y todo se la pela y la tensión del momento queda rebajada con un par de buenos eructos.

Era en un concierto de Metallica, cerca de Madrid, que tuvo de telonero a los Motörhead, grande y apoteósico de principio a fin, al que fui con unos colegas y, desde el minuto uno, primero el grandísimo hijo de puta de Lemmy Kilmister, que aseguraba que si la madre de alguno del público había estado en Inglaterra en los setenta era muy probable que se la hubiera follado, y luego los chicos de James Hetfield, cogieron a todo el público por los huevos y nos tuvieron en vilo disfrutando como perras durante tres horas con rock y extra de crujiente de decibelios de los buenos. No había transcurrido una hora y yo ya me había metido un par de minis para dentro (un mini es un vaso de plástico en el que entran unos tres cuartos de litro de cerveza), y me había visto en el brete de hacer un par de escapadas al wc para descargar. Una hora más tarde, con dos horas de rock encima, sudado, ronco de berrear estribillos que no entendía, con la cabeza en las tinieblas del pedo rockero, que es un tipo de pedo muy particular en el que todo da vueltas pero al ritmo de la música, hasta que se para la música y entonces te caes, cuidando como oro en paño mi cuarto mini, me asaltó de nuevo la necesidad de evacuar y, pidiendo excusas a Metallica, les di la espalda y me fui de nuevo al mingitorio cuyo camino podía recorrer como el pasillo de casa. A mitad de camino un tipo con mala pinta, seguramente como yo mismo, me pidió un cigarro y luego lumbre, por este orden. Atendí a sus peticiones porque negárselo hubiera sido como si me lo hubiera negado a mi mismo, y aproveché, por pura cuestión de reciprocidad, para encenderme yo también otro piti. Y así, con el mini en la mano y el cigarro recién prendido colgando de los labios llegué al wc y encontré un hueco en un mingitorio estrellado y me dispuse a sacar la chorra para dar rienda suelta a los subproductos acuosos de la cerveza después de la breve digestión. Visto con perspectiva debo decir que la situación era, como mínimo, ardua de gestionar. El humo del cigarro se me colaba en el ojo derecho irritándolo ostensiblemente lo que me obligaba a guiñarlo en un mero ejercicio de protección, al tiempo no debía perder la concentración para que el chorro de pis no cayera fuera y para mantener el mini en posición todo lo vertical que fuera capaz evitando que su precioso, y caro de cojones a precio de concierto, contenido se fuera al suelo. En estas andaba, bastante obcecado, cuando observé que un tipo fornido que estaba en el cubículo mingitoril adyacente al mio por la derecha me miraba sonriendo, probablemente pensando que el guiño del ojo iba dirigido a él. El chaval me sacaba la cabeza en lo vertical y dos palmos de espalda en lo horizontal. Yo le sacaba un par de lustros de alopecia y una incipiente e ilusionada barriga cervecera. Sus biceps, del tamaño de mi muslo, pugnaban por salirse de la escueta manga de su camiseta de los Kiss, y lucía unos tatuajes de los caros en la extensa superficie de piel del brazo. Había un brillo en sus ojos que me resultó desconcertante. Unas luces de colores intermitentes acompañadas de estruendosas bocinas, como el final de la película Allien cuando Ripley en bragas va activando las bombas de autodestrucción de la nave con el gatito en brazos para meterse en el módulo de emergencia y darse el piro, se me encendieron en el colodrilo. Como digo, el zagal me sonreía y de vez en cuando, sin ningún tipo de pudor, su mirada se escurría dentro de mi mingitorio para verme la polla. No era la situación más grata a la que uno se puede enfrentar. El humo del cigarro se me metía en el ojo, el cubata se escoraba peligrosamente hacia un lado, yo me escoraba hacia el otro, tenía que mantener el chorro de la micción en la dirección correcta, todo ello con un tipo cachas mirándome el rabo y sonriendo. La situación se mantuvo en ese estado un tiempo que yo consideré excesivo, molesto y perturbador. Me pareció ver que movía los labios, pero con el ruido de la música no entendí lo que decía y pasé de preguntarle. Su estudiado sonreír, rollo Gioconda, riéndose pero sin reírse, se expandió y una dentadura blanquísima, perfecta y radiante asomó por entre sus labios. En ese momento mi brazo chocó con el pretil lateral del cubículo y eso evitó que me fuera al suelo. Yo seguía mirándole, sin ningún interés crematístico y menos libidinoso, simplemente porque estaba pedo y me había quedado bloqueado, como me había pasado alguna noche al volver a casa delante de la cerradura que se negaba a dejar de menearse mientras yo intentaba meter la llave por el agujerito. En ese momento terminé el pipí, y activé los resortes mentales para meter el pájaro de nuevo en la jaula previo a una retirada honrosa, pero se antojó cosa complicada de hacer con la única mano disponible, y más aún considerando el exiguo espacio que dejan para tal fin los vaqueros ultraslim que tengo por costumbre llevar a los conciertos junto con la camiseta desteñida de mis venerados AC&DC. Entonces se me ocurrió algo. Sonreí al guapo rockero y eso se vio reflejado en su sonrisa que se desparramó como la lluvia de abril por su fornido cuerpo de gimnasio, y le ofrecí el mini en actitud amistosa. Él lo cogió con una mano que no quiero saber de donde sacó. Entonces, yo, con mis dos manos disponibles, primero de todo tiré la pava del piti al fondo del mingitorio porque me tenía el ojo cerca de la necrosis, y acto seguido encerré mi pajarito en su sitio, me subí la cremallera y, antes de que el guaperas diera un trago de mi cerveza, pensando que para eso le había ofrecido el vaso, se lo arrebaté y me escabullí con un “No te jode...” al ritmo de los golpes de batería de la canción que atronaba a la humanidad en ese momento.

Di vueltas y más vueltas por todo el recinto buscando a mis colegas durante un tiempo que se me antojó largo y penoso sin ningún éxito, habían sido abducidos, y con el siguiente mini mis recuerdos se nublan definitivamente fundiéndose a un negro zaino como en una peli de Buster Keaton. Sigo preguntándome como coño llegué a mi casa esa noche.

Al día siguiente, al levantarme, tropecé con los ultraslim que estaban tirados en el suelo de la habitación y casi me abro la cabeza con un mueble. Los cogí para ajustar las cuentas con ellos y algo se cayó del bolsillo trasero. Era la tarjeta de un gimnasio de Majahonda, Adonis Men’s Club, con un número de teléfono y el nombre de Roberto escritos a mano, y unos desconcertantes corazoncitos a modo de rúbrica. Juró por Pink Floid que nunca supe como había llegado eso allí.

Comentarios

  1. Me ha encantado! Nos pones en situación a las mil maravillas.

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  2. Todo super bien descrito, me estoy partiendo de risa, es genial!

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  3. Enganchada desde el principio y hasta el final. Con sonrisa en la cara, por la frescura y gracia con la que está escrito y por sentirme reconocida en algún instante... Pero en la versión femenina de lo que sería la misión concierto -cerveza-baño-cervez-baño-cerve-baño-cer... Jo! Pero nunca encontré yo una tarjeta tan chula!! Muy bueno tu relato. 👏👏👏

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  4. Lo que pasa en el rock and roll, se queda en el rock and roll. Y si hubiese pasado algo más... Ahí lo dejo. Me encantan las historias de rock and roll. Me encanta tu historia.

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  5. Me ha encantado tu historia. El ambiente está muy logrado. El iobre tipo debió pasarlo mal , jajaja.

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