SÁNCHEZ QUE ESTÁS EN LOS CIELOS

Era uno de esos días en los que no pasaba nada en la oficina. A la bandeja del correo electrónico solo llegaban los mensajes rutinarios recordándonos el urgente cumplimiento de objetivos bla bla, los teléfonos estaban sumidos en un profundo sueño, los pasillos se veían despejados, las impresoras aburridas cuchicheando en su rincón, el director estaba en visita comercial en Tombuctú, donde la palabra cobertura tenía un oscuro significado, los proveedores aleccionados de que no iban a cobrar hasta el día 25, el ascensor detenido con la boca abierta en algún rellano, dando un nefasto ejemplo de impudicia, la puerta de los baños milagrosamente cerrada, privándonos del circo ocasional de las cisternas al vaciarse, Julia había cortado la semana anterior con su novio cabo primera de la legión y andaba sumida en una melancolía silenciosa, al otro lado de la ventana las hojas de los olmos nos observaban arrulladas por la leve brisa, en la cocina tomaban café Pablo y Santi en silencio, sin mirarse, absortos en sus teléfonos, el whatssap de Maca no quebraba la paz cada dos minutos con el tintineo de los mensajes entrantes del grupo de padres de tercero, a Juanra se le había pasado el trancazo que arrastraba desde Navidad y sus estornudos ya no nos obligaban a atarnos a las sillas para no caer al suelo, el polaco de dos metros de las bombonas de la máquina del agua había venido ayer, y toda la sección de contabilidad estaba en calma. Definitivamente era un día de mierda, y aún quedaban tres horas para irme a casa. Tenía que hacer algo. Me acerqué a la mesa de Fede y le espeté: “¿te has enterado de lo que dijo ayer Sánchez?” Y empezó la fiesta.

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