EL REGALO DE CUMPLEAÑOS

Tom miró de nuevo por la escotilla del estrecho camarote de astrónomo tripulante que ocupaba en la nave Gamma Cassiopeiae. En medio del silencio, se imaginó que los ocasionales bips de los sistemas de monitorización eran los latidos de un corazón materno que escuchaba desde la reconfortante paz de un útero. La visión del espacio exterior, como un hermosísimo tapiz bordado de constelaciones, le trajo algo de sosiego. Se quedó mirando el infinito, con la frente pegada al cristal, y pensó en su abuelo Tom.
    Recordó su octavo cumpleaños. El abuelo Tom le regaló un antiguo planisferio celeste que le produjo una fascinación que nunca olvidaría: era un cartón redondo, de unos treinta centímetros de diámetro, que tenía impreso un mapa estelar con todas las constelaciones visibles desde la latitud donde vivían, y, sobrepuesto, otro cartón con una ventana elíptica que rotaba sobre el anterior. El abuelo le dijo que servía para mirar las estrellas. Esa noche se metió en la cama con el planisferio y una linterna bajo la colcha, y tras horas de mirar todas las constelaciones de nombres maravillosos, a las dos de la mañana, fue a la habitación del abuelo y no paró hasta que consiguió levantarlo de la cama y sacarlo al jardín para que le explicara como se miraban las estrellas con su fabuloso regalo. El abuelo le contó que tenía que girar la parte móvil hasta hacer coincidir la hora universal en ese instante, impresa en su borde, con el mes y día actuales marcados en el exterior de la parte fija. Así, poniendo el planisferio sobre sus cabezas, orientado convenientemente tomando como referencia la estrella Polar, el planisferio mostraría exactamente las constelaciones que el universo les dejaba ver en ese momento. A las seis de la mañana una luz se encendió dentro de la casa, era el padre de Tom que se levantaba para ir a su trabajo. Con un guiño el abuelo le dijo a Tom que era hora de volver a la cama.
    La noche siguiente el niño volvió a la habitación del abuelo en cuanto los padres se fueron a dormir. El abuelo estaba esperándole acostado con la ropa puesta. Salieron de nuevo al jardín, donde repasaron todo lo que el abuelo le había contado la noche anterior que Tom podía recitar ya de carrerilla, y surcaron el cielo de estrella en estrella y de constelación en constelación hasta que el Sol empezó a despuntar por el Este. A los pocos meses Tom tenía las paredes de su habitación tapizadas de pósteres estelares y la librería llena de libros de Astronomía. Un año más tarde, en su noveno cumpleaños, el abuelo le regaló su primer telescopio. Desde aquellos días la vida de Tom se convirtió en un constante anhelo por conocer todo sobre las estrellas y los cuerpos celestes que llenaban cada noche la gran bóveda sobre su cabeza. En la universidad se matriculó en Astronomía. Tras terminar sus estudios ingresó en la Escuela de Astronautas. Y a los veinticinco años hizo su primer viaje sideral en un viejo carguero rumbo a Marte, como asistente del astrónomo de abordo.
    Estos pensamientos iluminaron su rostro con una tenue sonrisa y siguió mirando el firmamento desde la pequeña escotilla. En ese momento pensó que la contemplación y estudio de aquel espectáculo había sido el objetivo de su vida, que no había hecho otra cosa desde que era niño, y que las cosas que había dejado por el camino palidecerían comparadas tan solo con la visión de la minúscula porción de universo que alcanzaba a ver en ese momento.

Pero apenas puedo mantener los ojos abiertos ahora. El viaje está durando demasiado. Hace ya dos años que nos alejamos de la Tierra debido a un inexplicable cúmulo de fallos y errores que ni el más peregrino y disparatado cálculo de los sistemas probabilísticos de previsión de accidentes podía haber anticipado, que nos dejó sin combustible a los cuatro meses de despegar. Nos encontramos a más de ocho Unidades Astronómicas de nuestro planeta, es decir, ocho veces la distancia de la Tierra al Sol, movidos por la inercia de la nave en su viaje hacia los confines del Sistema Solar. Hace seis meses pasamos la órbita de Júpiter. No hay esperanza para este cascarón que cuenta como única fuente de energía con la electricidad de los paneles solares que a duras penas pueden mantener el Módulo Hogar en condiciones habitables.
    En el momento de escribir esto, yo soy el único miembro vivo de la tripulación. La aparición de Peter Ferrer, el ingeniero de radio comunicación, muerto con un bote vacío de Oxicodona en la cama fue el detonante de una crisis que llevaba meses gestándose. Durante el primer año intentamos mantener el ánimo. Nos cuidábamos, racionábamos los alimentos, pasábamos interminables horas trazando hipótesis sobre cómo podríamos ser rescatados. Lanzábamos largos mensajes de radio al vacío con la esperanza de que alguna nave los recibiera y los retransmitiera a la Tierra. Apelábamos a todo el conocimiento humanístico, filosófico y religioso de que disponíamos para mantener alta la moral, o, por lo menos, para evitar que decayera. Pero el desánimo iba creciendo en nosotros como una enfermedad silenciosa y letal. Tras el suicidio de Peter, no éramos más que fichas de dominó dispuestas en fila esperando a que algo empujara a la primera de ellas. Después de un par de semanas solo quedábamos vivos Susan Nosokoma, la enfermera, y yo. En ese tiempo han ido muriendo, uno por uno, todos los componentes de la tripulación. Dos días después de Peter fue Li Yum, jefa de carga de la nave, quien apareció una mañana -en el espacio no hay mañana ni tarde, ni noche ni día, pero nuestros cuerpos humanos necesitan estas referencias temporales terrestres para que nuestra biología funcione- como un iceberg oriental dentro de un depósito de congelación para cadáveres. Casi simultáneamente Alain Espinoza, el navegante, averiguó cómo abrir las escotillas de eyección de desperdicios y se lanzó a la negrura dentro de un traje espacial con autonomía respiratoria de un par de horas. Louis Abraham, el capitán, se esforzaba por mantener la moral de la tripulación siguiendo cierta tradición romántica de los de su oficio, diciéndonos que la compañía estaba organizando una expedición no tripulada que nos rescataría después de tres o cuatro meses de travesía. Hasta que una noche nos confesó que llevaba más de medio año tomando ansiolíticos porque no podía soportar la idea de lo que nos esperaba. A la mañana siguiente nos lo encontramos con un disparo en la sien, a la vieja usanza, en uno de los almacenes. El ingeniero de mantenimiento, Lincoln Khan, dos horas después de encontrar al capitán muerto, se voló también la tapa de los sesos con la misma pistola que se había guardado sin que nos diéramos cuenta mientras amortajábamos el cadáver del capitán. Kimi Salonen, el frio médico finlandés, decidió abandonar este mundo con una sobredosis de los opiáceos que con tanto celo había custodiado en el botiquín durante aquellos meses de incertidumbre. En ese momento solo quedábamos vivos en la nave Mark Stiller, el especialista en sistemas, Susan, la enfermera, y yo. Después de acomodar al médico en el depósito, Susan fue al botiquín y trajo los medicamentos que sabía resultaban más eficientes para ayudarnos a dar el último paso, y los puso sobre la mesa del comedor. Stiller cogió despacio uno de aquellos frascos, lo miró haciéndolo girar entre los dedos, se lo metió en un bolsillo y salió por la puerta con un escueto hasta la vista. Susan sacó la poca comida que quedaba en la nave y comimos en silencio. Luego vino a mi camarote. Se desnudó y nos metimos en la cama. Nos abrazamos. Me habló de sus dos hijos, de la sonrisa de su madre con la que aún soñaba a menudo, de la enfermedad de su marido que le había obligado a coger ese trabajo, de que le habría gustado jubilarse y escribir en su casa en los Highlands. Yo le hablé de mi abuelo, del planisferio que me regaló cuando cumplí ocho años, y de las estrellas que habían sido el único y gran amor de mi vida. Cuando los sistemas indicaron que eran las seis de la mañana me dio un tierno beso, salado de lágrimas, y se marchó. Ya no la volví a ver.
    En medio de la noche inmensa miré hacia Vega, la estrella a la que siempre regresaba mi abuelo. Vega, como su mujer, la abuela a la que no conocí. Me pareció ver al viejo Tom allí arriba sonriendo y saludándome con la mano. Levanté mi mano hacia él. Le sonreí. Estaba muy cansado. Cerré los ojos. Por mi cabeza pasaron todas las estrellas y constelaciones que había contemplado desde aquella noche en que me regaló el planisferio hasta la última estrella que había visto antes de cerrar los ojos, la hermosa Vega. Y después, la nada.

Comentarios

  1. Hermoso relato que fluye y me ha llevado tras las estrellas que tantas veces he visto. Historias llenas de fantasía que brota de una realidad posible en nuestros tiempos. Muy bien logrado el clímax con la sucesión de los hechos para llegar a un excelente final.

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  2. Muy bueno (y triste la segunda parte)

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  3. Delicioso "trailer" de una novela que aflora en cada pliegue del relato

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  4. ¡Qué bonito!

    ¿Por qué lo has esondido? Me ha parecido muy conmovedor y superbien ambientado.

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