ELLAS Y YO


Azucena era un cañón. Cada fin de semana íbamos con sus amigos al paintball y me llenaba de bolazos de pintura de colores. Me cansé cuando me alcanzó uno en un ojo y eso me hizo verla de otra manera.
María era la más dulce, pero la hipoglucemia se la llevó pronto. Nunca olvidaré el sabor de sus besos.
Javiera era la más rápida. Nos íbamos con el Porsche a hacer curvas los domingos, hasta que se me encendió a luz de reserva en el salpicadero y la dejé en el aparcamiento de una gasolinera.
A Luisa le gustaba el cine, las pelis de pensar. Hasta que de tanto pensar pensé que qué coño hacía pensando tanto, si yo no había pensado en mi vida, y me bajé al bar de toda la vida a hablar con el borracho de la barra.
Eugenia tenía todo el glamur, era el glamur. Era alta, siempre a la moda, exquisita, extravagante, piernas infinitas, piel de terciopelo, sonrisa radiante, pero se pasaba posando desde la mañana a la noche, y me cansé de tanta pose y tanta brasa con el peso y los posos, y le dije que pasaba.
Con Ángela viajé a Florencia, Estambul, Amman, Interlaken, Amsterdam, Jaipur, Alcoy, Mikonos, Patpong, Fez, Madrid, Ha-Long, Bayeux … no dejamos ningún rincón por visitar, vivíamos en los aeropuertos. Hasta que un día llegué tarde a un embarque y ya se había ido. No dejó ni una nota.
Berta era una intelectual. Con ella leíamos, discutíamos, debatíamos, elaborábamos hipótesis, escribíamos, íbamos a conferencias, un día éramos marxistas y al siguiente estructuralistas… Hasta que un día intenté elaborar una arriesgada teoría sobre el amor sincrónico en los tiempos de la postverdad mientras buscaba acomodo bajo sus bragas, y a la tercera tautología dijo que tenía que pensarlo.
Edurne llevaba boina. Solo se la quitaba para levantar piedras de más de ciento cincuenta kilos. Hasta que su trainera se cruzó con un R hache positivo de nombre Iñaki. Me dio un cariñoso golpe en la espalda que me partió tres costillas y se marchó a cortar troncos a Leioa con el mozo.
A Katja le gustaba cazar renos con su escopeta mientras hacía esquí de fondo en los bosques. Pero aquello acabó cuando me crucé con un oso hambriento a la orilla de un lago intentando alcanzarla.
Peggy Su bailaba y bebía tequila en el desierto hasta el amanecer, con sus botas de piel de serpiente cascabel y su camisa de cuadros. Atrapaba terneros a caballo con el lazo como nadie. Hasta que me incomodé con ella cuando se le disparó el revolver al salir de la iglesia y me atravesó el bazo.
A Lidia le encantaba su trabajo. Era enfermera en la planta de terminales. Le gustaba esperarme en la cama, con su batita blanca con un par de botones desabrochados, mirándome por encima de sus gafas de aro con los labios rojos y la boquita abierta. Reconozco que estaba bien. Pero aquel día tenía hambre. Abrí la nevera y estaba vacía.
Luego conocí a Eloísa. Me preguntó qué tal estaba, despeinándome con sus ojos castaños. Partió jamón. Yo abrí una botella de tinto. Después de cenar le di un masaje en los pies.

Photo: istockphoto.com

Comentarios

  1. Hasta que encontramos la horma de nuestro zapato. Me encantó este relato.

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