HOY TE HE VUELTO A VER

Hoy te he vuelto a ver. Venías con él de la mano. Pero eso ya no me importa.
Te echaba de menos, desde la última vez, desde el milisegundo siguiente al instante preciso en que te marchaste el último día. En realidad, no fue así, nunca es así, no del todo. Cada vez, antes de empezar a echarte de menos, tengo que dejar de odiarte, lo que sucede de manera inevitable y previsible, como el sol que se alza cada mañana sobre los tejados
Siempre es lo mismo. Desde aquella mañana de primavera que te vi por primera vez. Apareciste entre los cientos que nos miran curiosos y divertidos mientras comemos, cagamos, peleamos, nos despiojamos, follamos o dormimos. Te vi y recuerdo que me levanté y me puse delante de ti, estupefacto y maravillado, como un niño pequeño que acaba de averiguar cuál es su postre favorito, como un ermitaño que ha visto a Dios en el bosque, como el sediento que encuentra una fuente en el desierto. Tú también me miraste. Me hablaste como le hablarás algún día al hijo que tendrás, y luego le miraste a él buscando complicidad, a ese que clavaba sus ojos en mí, que pronto supo que si saliera solo podría quedar uno para ir contigo de la mano, que también sonreía por no enturbiar tu divertimento.
Y te reías mientras yo no podía hacer otra cosa que tratar de hacerte entender que me había vuelto loco por ti, con mi pobre bagaje, con mis gesticulaciones, con mis gritos, con mis saltos y volteretas, que intentar comunicarte que lo único que quería era salir y huir contigo a algún lugar remoto donde contemplarte hasta que se me sequen los ojos. Y te odié por ver cómo le mirabas a él, por haberme inoculado ese veneno que hace que en tu presencia me abandone la razón y no pueda evitar desgañitarme hasta perder la voz, la cordura y el sentido.
Aunque aquel día, por un instante infinitesimal, el amor de mis ojos te cautivó y sentí que yo era lo único que importaba en el mundo, y ese instante valió como toda la eternidad.
Te seguí con la vista por encima de la multitud cuando te alejabas, y recuerdo que te vi girarte y sonreír antes de desaparecer. Después empecé a chillar, a llorar, me subí a las ramas más altas atropellando lo que encontraba en el camino, golpeé a uno de mis congéneres hasta dejarle inconsciente, escalé las rejas, me rompí las manos arañando las paredes, me arranqué el pelo. Hasta que vinieron los hombres. Me sujetaron. Me inyectaron algo. Y esa noche soñé con árboles, con ramas cargadas de frutos, con el sabor dulce del abrazo de mi madre, con el sol colándose hasta el suelo a través del follaje, con el arrullo de la selva mecida por la brisa. Tu imagen regresó a mi memoria. Nítida. En realidad siempre había estado allí. Me me pasé días y más días subido a la rama más alta, alejado de todos, recordándote y buscándote entre la muchedumbre. Y un día, después de semanas, quizás meses, no sé, vi de nuevo tu cara.
Entonces me lancé a la reja. Me sonreíste y me hablaste, como la primera vez, mientras yo chillaba y lloraba, y tú no hacías otra cosa que iluminarlo todo con tu presencia, sin entenderme. Abriste tu bolso, y me arrojaste unos cacahuetes. Los recogí del suelo, los habías traído tú, para mí, habían sido acariciados por tus dedos, los contemplé como se contempla el objeto más preciado. Y los comí, con lágrimas en los ojos, y juro que no he comido ni comeré manjar más delicioso en mi triste vida de chimpancé enjaulado.

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