DOS ESCRITORES

Conocí a Manuel en un taller de escritura. Debía de haber sido un tipo apuesto en un tiempo lejano, pero la vida no parecía haberle tratado bien, se le veía encorvado y contrito. Llevaba pelo largo y barba, y unas permanentes gafas de cristales oscuros con las que ponía distancia con el mundo. Se sentaba en la pared del fondo del aula dentro de un halo de silencio. De vez en cuando protagonizaba unos sonoros ataques de tos que hacían descarrilar al profesor, un escritor frustrado y gris, en sus académicas y rígidas explicaciones sobre la manera correcta de escribir.
 
    Al terminar las clases un grupito solíamos quedarnos en un bar cercano tomando cervezas, desde donde veíamos pasar a Manuel con su andar vacilante de vuelta a casa. El profe nos mandaba ejercicios cada quincena y Manuel hacía los que le apetecía, de manera anárquica. Y cuando eso sucedía nos quedábamos todos boquiabiertos escuchándole leerlos. Me producía una mezcla de curiosidad y rechazo, sentía admiración y envidia de su talento. Era un tipo peculiar. Me preguntaba qué pintaba allí. Yo leía todo lo que me permitían mis obligaciones y me esforzaba al máximo en el taller, con la triste certeza de que mi escritura nunca sería ni una sombra de lo que él hacía.

    El segundo año del taller un amigo me pasó una novela de César Valera, autor que no conocía. Me atrapó desde la primera página. Con la tercera novela caí en la cuenta de qué era lo que me resultaba familiar de sus páginas: me recordaba a los textos de Manuel. El estilo trabajado, directo, atrevido y provocador a veces, las frases compactas y brillantes, y su nostalgia rencorosa y un poco sentimental. A partir de ese día empecé a prestarle más atención. Busqué en redes sociales si Manuel tenía un blog o un sitio donde colgaba sus textos. Encontré colaboraciones suyas en grupos de escritura en la red. Y pude leerlo con más detenimiento. Una tarde, al salir del taller, dejé marchar al grupito camino del bar. Cuando apareció por la puerta con su andar trabajoso le pregunté si quería tomar una cerveza, contestó que no bebía cerveza, que solo entraba a los bares a tomar gin tonics. Aunque yo no solía tomar cosas fuertes pedí dos gin tonics al camarero. Estuvimos hablando más de una hora hasta que dijo que tenía que marcharse. Antes de levantarse le pregunté si conocía a César Valera. Dijo que sí, que hacía tiempo había leído algo de él, y desapareció. Poco a poco descubrí toda la obra de Valera y cada vez encontraba más puntos de conexión con el estilo, el tono, y las estructuras de los escritos de Manuel. Mi hígado tuvo que trabajarse unos cuantos gin tonics para poder escarbar más en su personalidad literaria.

    Investigué en la biografía de Varela. Había muerto diez años antes, sin haber cumplido los cincuenta, en un extraño accidente en Sudamérica. Su cadáver nunca fue encontrado. Manuel debía andar por los sesenta. Un día me contó que había trabajado en seguros y que se había jubilado anticipadamente hacía unos años por unos problemas de salud que no especificó. Pensé que sí Valera no hubiera fallecido los dos tendrían la misma edad. En nuestras conversaciones le fui sonsacando y resultó que no había leído un par de novelas de César Valera, las conocía todas. Poco a poco me fue contando muchos detalles de ellas que yo no había advertido al leerlas. Una tarde, después del cuarto gin tonic, hablamos de una biografía de Valera que había sido publicada hacía unos meses, y me dijo entre risas que el periodista se había inventado la mitad de las cosas. ¿Era Manuel el fallecido Valera?

    Busqué fotografías. César Valera, al morir, era más alto y mejor parecido que Manuel, pero pensé que el accidente y los diez años transcurridos pasarían factura. En cuanto a su rostro era difícil decir, el pelo, la barba, las gafas y las arrugas que imprime la vida no me dejaban tener una visión clara del rostro de Manuel para compararlo con el de Valera más joven de las fotos. Indagué en las extrañas circunstancias de su muerte. Había firmado un contrato leonino con una editorial por el que recibió un suculento adelanto por sus siguientes tres novelas, a condición de tener la primera lista para la imprenta antes de dos años, o incurriría en importantes penalizaciones. Pero tras la firma del contrato le sobrevino un bloqueo que le dejó como una estatua delante del folio en blanco, y ni el alcohol ni las timbas de póker a las que era aficionado le ayudaron a recuperar el músculo creativo. Fue al final de esos dos años cuando se marchó de viaje a Sudamérica, al parecer para cambiar de aires, y allí sufrió un aparatoso accidente de carretera.

    Hablando con Manuel acabé por aficionarme a los gin tonics, y cada vez me costaba más aguantarme las ganas de preguntarle si era César Valera. Había leído todo lo que había encontrado de los dos y estaba convencido de que eran la misma persona. Un día me armé de valor y, aunque no estaba seguro de cómo reaccionaría, me decidí a preguntarle. La duda me estaba quemando. Pero ese día no vino al taller. Tampoco el siguiente. La tercera semana apareció, por fin, con su andar sincopado, cabeceando como un buey. Pero pasó de largo por mi lado al salir, murmurando algo, cuando lo esperaba para ir al bar. El tema de los relatos a leer en la siguiente sesión del taller era La traición. Fuimos leyendo cada uno el nuestro hasta que llegó su turno. Empezó despacio, con voz cansada. Se hizo un solemne silencio con toda la clase vuelta hacia él escuchándole. Su relato trataba sobre alguien que, de manera casual, conoce un terrible secreto de un tercero. Ese alguien, movido por oscuros intereses, saca a la luz el secreto celosamente guardado durante años, destrozando la vida del traicionado, y provocando su escalofriante bajada a los infiernos. Fue un relato duro e intenso, escrito en primera persona, adornado con la incómoda belleza de la destrucción. Podía sentir los ojos de Manuel clavados en los míos según leía.

    Ese día no le esperé para ir al bar. Me tomé un par de gin tonics en la mesa donde solíamos sentarnos, con la mirada perdida más allá de las cristaleras del local, en las sucias nubes que emborronaban el cielo. Nunca más volví a verlo. Un año más tarde me topé en una librería con el anuncio de una novela de César Varela, póstuma según la faja que rodeaba la cubierta. Se titulaba: “Un gin tonic para un muerto”.

Comentarios

  1. Magnífico relato. Te felicito.
    Manuel Cado

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  2. Sin palabras, es un relato extraordinario

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  3. ¡¡Fantástico!!
    Yolanda Romero

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  4. Cuando decidí «matarme» y cambiar de identidad no sospeché que un aficionado a los relatos podría reconocerme.

    Enhorabuena, chaval. Seguiré escribiendo, pero con otro nombre, y con una correcta separación de párrafos...

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  5. Digo maravilloso y me quedo corta. Está el escribir bien y luego está esto que es hacer magia. Gracias Juan.

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  6. Fascinante y magnífico relato. Me ha encantado. Te felicito

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