MADRID-ESTOCOLMO, SIN ESCALAS

Se despertó con el tintineo del carrito del café, latas de bebidas, bocadillos y bolsas de snacks. La azafata preguntó a las dos orondas monjas al otro lado del pasillo si querían tomar algo, ambas dijeron que no moviendo la cabeza y sonriendo beatíficamente. Después se dirigió a la pareja de británicos que estaba a su derecha, entre él y la ventanilla. Con británicas maneras ordenaron coca colas y una bolsa de patatas fritas. Finalmente la mujer le habló en español: «¿El Señor desea alguna cosa?» Jacinto la miró adormilado. La azafata era morena, el pelo largo y muy negro, de corta estatura, con aspecto de sudamericana. Se parecía un poco a Nadia. «A lo mejor también es de Paraguay», pensó. Sonriendo contestó que no quería nada. Ella no mostró interés por su sonrisa y se marchó por el pasillo haciendo tintinear el carrito. Jacinto cerró los ojos y siguió pensando en Nadia. En los días que habían pasado juntos en Alicante en primavera. En realidad los únicos días que habían estado físicamente juntos desde que se conocieron por internet, medio año atrás. Recordó la manera dulce de mirar de sus ojos castaños, su pelo, en el que asomaban algunas hebras blancas en una mata negrísima, su piel tersa y suave, que le traía el calor de playas desiertas y le arrullaba con un rumor de olas. Recordó los paseos por la arena, los mojitos en los chiringuitos, las noches en un hotel frente al mar. Lo chocante que le resultaba ver de refilón su reflejo junto al de ella en los escaparates: él, alto, delgado, blancuzco, la cara ancha llena de cráteres del acné de la adolescencia, con una incipiente barba que se había dejado para no parecer tan serio, ella, más baja, con algo remotamente indio en las facciones y la piel de color tierra.
    El avión dio un brinco que le sacó del sopor y se incorporó en el asiento. Miró el reloj. Calculó que faltaba media hora para aterrizar en Estocolmo. Según fue emergiendo de las brumas del sueño empezó a ubicarse. Imaginó aquel preciso momento como el final de una carretera llena de curvas, baches, piedras, troncos y cuestas que empezaba más de un año atrás, cuando su matrimonio expiró sin estridencias después de una larga agonía. El recuerdo de Nadia fue sustituido por la sensación de fatiga que le invadió al pensar en aquellos últimos meses con Amelia.
    Amelia y Jacinto empezaron a salir en el último curso de la carrera de económicas. Tres años más tarde ella se quedó embarazada y ocho semanas después del positivo del predictor se casaron. Los primeros tiempos tras la boda fueron apacibles, todo giraba alrededor de la preñez y la preparación del inminente nacimiento. Después del largo noviazgo la relación había caído en un limbo que empezaba a resultar aburrido y pantanoso. Los mantenía juntos la inercia y el apego por la tranquilidad que da estar embarcado en una relación donde no hay sobresaltos ni sorpresas. A ninguno de los dos se le pasaba por la cabeza asumir el trabajo, los sacrificios y los riesgos que hubiera requerido romper para buscar, en un hipotético e incierto amante, algo que solo existía en las películas. La venida del niño supuso un revulsivo, en realidad solo un poco de oleaje en la charca de su matrimonio. Pasados los primeros años tras el nacimiento de Jonás, su relación volvió al gris. El niño era el eje de la vida de Amelia y apenas dedicaba tiempo ni atención a Jacinto, que vivía tranquilo sin necesitar nada de ella.
    Jacinto tocaba la guitarra desde pequeño, el instrumento era una especie de extensión de sus manos. A pesar de que con los años fue dejándola de lado a medida que otras ocupaciones le quitaban tiempo para ensayar, le gustaba tener siempre cerca una guitarra, esperando como una amante complaciente. Cuando el hueco que dejaba Amelia al alejarse se iba haciendo grande y hondo, su afición de la niñez y adolescencia empezó a recuperar terreno y a llenar el vacío que dejaba su mujer. Retomó las clases que había dejado mucho tiempo atrás y empezó a progresar con rapidez. Se entusiasmó, tuvo hambre de tocar mejor, miró a la música de una manera más consciente, y se convirtió en algo con que colorear una vida que se le presentaba pintada en tonos cada día más apagados. Amelia y Jacinto llevaban vidas paralelas, como esas líneas que dice la geometría que discurren siempre a la misma distancia, sin llegar a tocarse nunca. Solo se buscaban cuando la presencia del otro resultaba inevitable para atender cuestiones logísticas o de tipo social.
    Corrió el tiempo. A los trece años Jonás era una montaña de uno noventa de altura y cien kilos que apenas hablaba con nadie, excepto con su madre. Para Amelia todo lo que hacía el chico estaba bien y se erigió en ente protector dispuesto a protegerle de cualquier amenaza, incluido su padre si llegaba el caso. La vida de Jonás consistía en atender el colegio y los juegos de ordenador. Si la relación de Jacinto con su mujer tenía pocos puntos en común, la relación con su hijo carecía por completo de ellos.
    Sentado en la butaca del avión recordó la tarde en que fue a la puerta de su cuarto para decirle que su madre y él se iban a separar. Llamó con los nudillos. Pasó un rato y nadie abría. Para Jacinto el cuarto de Jonás se había convertido en la cueva donde moraba una especie de ermitaño mal encarado, una versión brutal de sí mismo, y la sola idea de entrar ahí le resultaba violenta y desagradable. En los últimos años, cada vez que intentaba acercarse a aquella montaña humana para interesarse por lo que hacía se encontraba a un tipo huraño y a su madre merodeando como un perro listo para morder, si hacía o decía algo al niño que considerara inapropiado. Insistió. Tras un par de minutos esperando con la inaudita sensación de que estaba haciendo algo inconfesable en el pasillo de su propia casa, abrió la puerta. Vio la enorme espalda de Jonás delante de la pantalla del ordenador que, por momentos, despedía ráfagas de luces. Se acercó al muchacho y le tocó el hombro. Jonás no se inmutó. Tras unos segundos apartó el casco que cubría su oreja derecha y se quedó mirando a su padre sin decir nada. Jacinto, a pesar de los gritos, golpes y violentos efectos sonoros que brotaban del altavoz que Jonás había dejado al aire, entró al fondo de la cuestión. Le dijo que su madre y él habían hablado y llegado a la conclusión de que no tenía sentido seguir viviendo juntos, porque hacía mucho que no tenían nada que ver el uno con el otro, habían acordado separarse y que se iría de la casa en unos días. Le dijo que sentía mucho no vivir más con él, que le iba a echar de menos, pero que pronto tendría una casa y que podrían pasar los fines de semana juntos, las vacaciones y todo el tiempo que quisieran. Jonás no se inmutó, le dijo, sorbiéndose los mocos cada pocos segundos, que iría a verle, aunque sabía que Jacinto sabía que Jonás no iba a ir a ver a su padre, y que a Jacinto tampoco le iba a importar demasiado. El recuerdo de esa conversación y de las veces que había hablado con el hijo por teléfono durante ese año le producían un desagradable malestar. De vez en cuando tenía que llamar a su ex casa para tratar algún asunto con Amelia y, solo si ella había salido, el chico cogía el teléfono y hablaban. Jacinto le preguntaba qué tal estaba, Jonás contestaba que bien, sin dejar de hacer ese detestable ruido con la nariz, con un punto de fastidio en la voz, que no disimulaba, por haber tenido que interrumpir el video juego; en este momento cruzaban la cabeza de Jacinto una serie de pensamientos recurrentes: que debía haberse involucrado en la educación de Jonás, que habérselo dejado todo a Amelia mientras él miraba para otro lado había sido un error, y de repente se sentía abrumado e incomprendido por la circunstancia de haber adquirido un día, sin buscarlo ni quererlo, la responsabilidad de educar a un ser humano. Después de decirse esa frase no podía evitar percibir lo que estaba debajo de toda esa turba de excusas como una incómoda piedra que uno no puede sacarse del zapato. Y le entraba prisa por colgar, por quitarse de en medio, por acabar con la estúpida farsa de padre dolido. Jacinto terminaba con una cansina muletilla, para la que no encontraba una alternativa decorosa, de que había descubierto un restaurante donde ponían unas hamburguesas riquísimas y que iría a recogerle un día para comer juntos, y Jonás decía que qué bien. Al final, con un hilo de voz, decía «Un beso, hijo», y al pronunciar esta palabra le venía una confusión de sensaciones que le llevaba a pensar en su propia madre de hacía muchos años, a quien siempre buscaba cuando algo no iba bien y necesitaba consuelo, y colgaban.
    Pasó de nuevo por su lado la azafata morena, quizás de Paraguay, sin mirarle. Intentó ver su nombre en la plaquita de la solapa de la chaqueta, sin éxito.
    Cuando salió de la casa donde había vivido con su mujer y su hijo, Jacinto se mudó a un pequeño estudio cerca de su oficina. Allí siguió llevando una vida prácticamente igual que la que llevaba cuando estaba con Amelia: trabajaba hasta las seis, iba una tarde a la semana a clase de guitarra, y el resto de los días se ocupaba de lavar la ropa, ir a comprar al súper, y ensayar. Los fines de semana eran un territorio extraño. Además de ocuparse de las cuestiones habituales, tenía tiempo de ver la televisión, de ir a comer a casa de su madre, de pensar en asuntos que se le ocurrían, ideas, ocurrencias, a veces estrambóticas y extrañas, en las antípodas de su trayectoria vital, que le ponían nervioso y echaba con rapidez al cubo de los pensamientos basura, y de quedar con un par de amigos, calcetines tristes y desparejados, en bares para pasar el rato, esperando a que llegara el bendito lunes con su orden, sus semáforos y sus horarios que hacían que la vida recobrara el rumbo correcto.
    Un viernes por la noche, después de cenar y de quedarse dormido en el sofá viendo una película, encendió el ordenador y entró en un chat en internet. Al poco rato se vio en un privado hablando con alguien que se escondía detrás del nick Aranu. Era Nadia. Primero hablaron de música, de sus gustos en cuestiones varias, la situación del mundo, bromearon… y enseguida la conversación roló a sus situaciones personales: edad, estado civil, hijos, expectativas vitales… y descubrieron ambos que detrás de los cortos mensajes de texto que les devolvía la pantalla del ordenador latía un potencial candidato para una relación. Nadia era algo más joven que Jacinto. Llevaba diez años en Suecia trabajando de camarera. Había dejado a su hija, Aranu, en su Paraguay natal al cuidado de su madre. Todos los meses les mandaba plata, y las echaba mucho de menos, especialmente a la niña. Solo la había visto dos veces en ese tiempo y por mucho que ahorraba no le llegaba para llevársela a vivir con ella a Estocolmo. A Jacinto le gustó el hablar pausado y dulzón de Nadia, sus palabras, sus expresiones, las cosas que le contaba de su tierra, y a ella le halagaba la insistencia del español educado, algo chapado a la antigua sin saberlo, amante de la música, que insistía en chatear con ella un ratito todas las noches antes de acostarse. Después de unas semanas de hablar a través de internet se mandaron fotos. Luego él le pidió educadamente que quería hablar con ella por teléfono. Nadia le dio largas. Le dijo que aún era pronto, que para qué, que así, chateando, se estaban conociendo y que estaba bien, que no tuviera prisa. Pero tras un breve tiempo jugando con su impaciencia, ella cedió, se intercambiaron los números y tuvieron la primera conversación.
    El avión ya estaba en la senda de descenso al aeropuerto de Estocolmo, entre nubes blandas de algodón, cuando Jacinto recordó la llamada en la que escuchó por primera vez su voz dulce y su hablar calmo. La conversación duró poco. Él estaba nervioso y se atascaba cada tres palabras, lo que produjo ternura a Nadia. Ella se inventó divertida que tenía que colgar, no sin prometerle que le llamaría sin falta al día siguiente.
    Amelia era dura, tenaz, seca. Nunca había mostrado interés en las galanterías ni los prolegómenos, más allá de lo que dicta la educación y las buenas maneras. Tenía el hablar cortante, y, cuando tenía un poco de confianza con su interlocutor, solía terminar las frases con un hostias o un joder, algo a lo que Jacinto nunca se acostumbró en todo el tiempo que estuvieron juntos. La voz y los ojos de Nadia chisporroteaban intención y sabrosura y disfrutaba haciendo aquello a lo que Amelia se refería como perder el tiempo, hacer el tonto, o cosas de críos. A Nadia le gustaba la manera en que él apreciaba y celebraba sus comentarios, sus risas, sus puntos de vista, siempre dulcificando las cuestiones espinosas, matizando las fricciones que él le contaba que había tenido con Amelia, poniéndose en una estudiada posición equidistante. Él no quería entrar en los detalles de su relación fallida, pero era inevitable referirse a la cuestión en sus conversaciones. Nadia tenía interés por conocer qué había pasado y a medida que se fueron conociendo ella le preguntaba, a veces dando largos circunloquios, por detalles sobre la vida que Amelia y Jacinto habían tenido en común y por la separación. A él no le resultaba cómodo abordar aquellos temas, y a veces le costaba contestar. «Quizás es un mecanismo de autodefensa», pensaba Nadia escuchándole ir de un lado a otro, visiblemente incómodo, y contradiciéndose.
    Nadia le hablaba de su hija, de lo guapa y lo lista que era, de lo que la echaba de menos y de que lo que más deseaba en el mundo era tenerla allí con ella, intentar verla hacerse una mujer, ya que se había perdido su niñez. Jacinto asentía diciendo «¿Sí?», preguntaba por algún detalle menor y saltaba a otro tema. Nunca le interesó saber si existía un padre o si había sido concebida por el Espíritu Santo.
    Pasó de nuevo por su lado la azafata morena en dirección a los asientos que los auxiliares ocupan durante los aterrizajes. Esta vez iba charlando con otra azafata. Su mirada se cruzó un instante con la de Jacinto y ella cambió la expresión animada de la conversación con la compañera por una sonrisa de cartón. El avión tomó tierra con un golpe seco que produjo un silencio momentáneo entre el pasaje.
    A los dos meses de empezar a hablar con Nadia, Jacinto se quedó sin trabajo. Tras más de un año de rumores sobre la posible compra de la empresa por un grupo noruego, esta se materializó en pocas semanas. Y antes de un mes tenía en la mano la carta de despido y una sustanciosa indemnización en su cuenta corriente. Nadia se vio, sin buscarlo, arrastrada al ojo del huracán de la tormenta que se había producido en la vida de Jacinto y tuvo que lidiar con sus nervios, con sus incertidumbres, con sus inseguridades como su mejor, y única amiga. Al poco tiempo planificaron encontrarse y conocerse en un pueblo con playa de Alicante.
    Jacinto le pidió que le dejara a él organizar el fin de semana, que solo se ocupara del pasaje. Ella se dejó hacer. Le gustó la idea de que quisiera sorprenderla. El español no parecía mal tipo. Después de unos años trabajando como camarera había desarrollado cierta habilidad para detectar a los tipos metepatas, listos, abusones, y problemáticos. Si algo iba mal, volvería al aeropuerto y cogería el primer vuelo de vuelta a casa. Jacinto la esperó en la salida de pasajeros con flores en la mano y la misma cara formal y algo simple de las fotos. Nadia le reconoció de inmediato y su primera impresión fue que parecía inofensivo. A partir de ahí vivió aquellos días en una nube de algodón: estuvieron en un hotel de cinco estrellas, fueron a restaurantes caros, pasearon por la playa, mantuvieron interminables conversaciones. Al llegar a la habitación del hotel, nada más abrir la puerta, él le dijo, atropellándose y subiéndose las gafas con dedos nerviosos, que solo había reservado una habitación, con dos camas, pero que si no le parecía bien bajaba a recepción y cogía otra. Ella entró hasta el fondo con paso tranquilo, salió a la amplia terraza, miró al mar que tenía a sus pies unos metros más abajo, dejó que la brisa salada jugara con su pelo, volvió dentro, y se sentó sobre la cama que estaba al lado de la terraza, «Si me dejas esta te puedes quedar» dijo, y con una sonrisa diluyó todas las perplejidades de Jacinto. No sabía qué podía dar de sí aquello, pero le apetecía pasárselo bien, no pensar, bajar la guardia y no exigir demasiado. Se dio esos días para llenar unas cuantas páginas del libro en blanco que tenía con el nombre del español en la cubierta y decidió que el tiempo de pensar vendría luego, de vuelta en casa.
    Un mes más tarde, en medio de su casi diaria charla telefónica, Jacinto la sorprendió anunciándole que había comprado un pasaje a Estocolmo, solo de ida.
    Salió del avión con su pequeña mochila y la guitarra, recogió la maleta en la sala de equipajes, y marcó su número, pero nadie cogió el teléfono. No le dio importancia y se dirigió a la salida. Una vez fuera de la zona de desembarque volvió a marcar, con el mismo resultado.
    Unos días después de su fin de semana en España, Nadia le había dicho que en Estocolmo los profesores españoles de guitarra clásica estaban cotizados, y que pensaba que no le resultaría difícil encontrar trabajo dando clases, puesto que por lo que le había escuchado le parecía que Jacinto tenía muy buen nivel. Aquello fue una bomba en la cabeza de Jacinto. La idea de vivir de la música, ¿cómo profesor?, y, además, de estar cerca de Nadia, fuera del pegajoso Madrid de siempre, era demasiado bonita para no pensar en ella día y noche. Empezó como una especie de ensoñación que imaginaba hasta en sus mínimos detalles, hasta que de repente la pregunta explotó en su cabeza: ¿por qué no? Y le subieron las pulsaciones y se le secó la boca al empezar a considerar seriamente la idea. Suponía romper con todo lo que había hecho en su vida hasta entonces. El momento era perfecto. Contaba con el colchón económico de la indemnización, con el subsidio de desempleo, no tenía deudas, la relación con Nadia era ilusionante, al menos para él, y quizás había llegado el momento de tomar las riendas, de empezar de nuevo, puede que la vida con la que había soñado siempre sin saberlo, o por lo menos una distinta. Habló con Nadia, y ella no supo qué decir. Le vio tan entusiasmado que no tuvo fuerzas para pedirle que lo pensara, que no se lanzara a la locura de cambiar todo de arriba abajo, que divertirse chateando o al teléfono, incluso compartiendo juntos un fin de semana en la playa, estaba bien, pero... A ella la idea de tener que cuidar a un español despistado recién llegado a Estocolmo con una guitarra en la mano le inquietaba. Pasar de internet y el teléfono, con la tranquilidad que daban dos o tres mil kilómetros de por medio, a tenerlo allí mismo, cerca, quizás en la calle de al lado, la angustió. Por mucho que se hubiesen derretido la escarcha del corazón el uno al otro algunas noches al teléfono, y que hubieran pasado un agradable fin de semana en la playa, que no llegó a tórrido, ella seguía sin tener claro qué le decía su corazón y tampoco fue capaz de sacar ninguna conclusión sobre los sentimientos de Jacinto.
    Volvió a marcar el número por tercera vez, al quinto o sexto timbrazo ella respondió.
—Hola, Nadia, estoy en Estocolmo —dijo con mal disimulado nerviosismo.
—Ah, que bien que ya llegaste, ¿qué tal el vuelo? —Jacinto notó algo extraño en el tono de su voz.
—Bien, ¿estás en el aeropuerto?
—Jacinto, se me complicó la cosa y no pude ir a recibirte, es que…
—¿Pasa algo?
—Es que…, mejor no vengas, por favor. Lo siento, no he tenido fuerzas para decírtelo antes. Tú tienes muchos planes en la cabeza, pero en ellos solo estás tú, no hay sitio para mí, ni para mi hija, y ni siquiera para el hijo que tú también tienes aunque no hables de él. Solo hay lugar para ti. Siento que hayas llegado hasta aquí, te lo tenía que haber dicho antes, pero no sabía cómo. Estabas tan entusiasmado que no has escuchado ni mirado a otra cosa que no fueras tú mismo. Por Dios te pido que me perdones, pero es mejor parar esto ahora, antes de complicar más las cosas.
    Jacinto no decía nada, con el teléfono pegado a la oreja, de pie en medio de la gente que se movía apresurada en todas direcciones en la zona de llegadas del aeropuerto, con una maleta marrón en el suelo y una guitarra en la mano.
—Dios te bendiga, te pido perdón otra vez, te deseo que tengas mucha suerte. Seguro que aquí encuentras trabajo, con la guitarra o haciendo otra cosa si te quedas, y probablemente una nueva vida que te ayude a dejar atrás tu divorcio, el despido y todos tus problemas, pero yo prefiero quedarme fuera de todo eso.
    Estuvieron unos segundos en silencio. En la línea solo se escuchaba la respiración agitada de Nadia. Jacinto estaba inmóvil, como una estatua, sin saber qué pensar ni qué decir, tratando de encajar lo que acababa de oír, lo último que podía imaginar. Cuando iba a abrir la boca para decir algo, algo que probablemente no iba a ser más que un desesperanzado pero, ella colgó. En ese momento pasaron en grupito los pilotos y tripulantes del avión que le había traído de España, hablando y riendo, con sus maletas con ruedas. La azafata morena, que le recordó a Nadia un par de horas antes, le ignoró. 
    Han pasado tres meses desde que dejó a Jacinto colgado en el aeropuerto, y Nadia está paseando con dos amigas por las agradables calles adoquinadas del centro de Estocolmo. Es su día libre en el restaurante, han ido al cine, y luego a cenar unas hamburguesas. Antes de acostarse piensa llamar a su Aranu por teléfono y hablar con ella un buen rato. Es una noche bonita de primeros de septiembre. Al fondo se oye a un músico callejero tocando. Nadia escucha la melodía que arranca a su guitarra, melancólica, algo triste, ejecutada con suavidad y limpieza. Caminando despacio Nadia y sus amigas se acercan al músico, que parece concentrado sin prestar atención a los que se paran a escucharle. En un primer momento Nadia se esconde detrás de la gente y le observa. Está más delgado, y le ha crecido barba. En realidad nunca le vio tocar en el tiempo que duró su relación a distancia. Le conmueven la dignidad y el sentimiento que pone en cada nota que arranca a su guitarra. Parece otra persona. Se sorprende al pensar que es la primera vez que siente respeto por él, más allá del que merece cualquier persona. Tras unos instantes se estira el jersey y sale de su escondrijo. Se acerca a la funda de guitarra que él tiene abierta delante y echa unas monedas. Al oír el tintineo Jacinto asiente con la cabeza en señal de agradecimiento, con los ojos cerrados, ajeno a la identidad del donante. Ella se queda a pocos pasos, mirándolo mientras sus dedos arrancan notas a las seis cuerdas que llenan la calle de embrujo. Y Nadia siente que nada le gustaría más en ese instante que ser guitarra en las manos de Jacinto.

Comentarios

  1. Un relato apasionante de principio a fin. He podido verme en la piel de los personajes en primera persona.

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