UN PISO EN LAS AFUERAS

Mariano y Sonsoles estuvieron dando vueltas una hora en el ochocientos cincuenta hasta que encontraron el cartel de la promotora que anunciaba la próxima construcción de su bloque de viviendas. El cartel estaba en una zona recién urbanizada al sur de la ciudad, en una parcela apartada, al borde de una calle con el asfalto aún caliente, sin farolas, ni placa que dejara saber su nombre. La semana antes, después de ocho años de noviazgo, habían dado una señal de cincuenta mil pesetas por la compra del piso segundo A: salón, tres dormitorios, cocina y baño.

Salieron del coche, y apoyados en el capó miraron el terreno ligeramente trapezoidal. Además de yerbajos, vieron un trozo de pared de piedra, resto de un antiguo corral y el cuerpo momificado de un gato un poco más acá. Mariano pasó el brazo por los hombros de Sonsoles y ella apoyó la cabeza sobre su pecho. Le pareció que la abrazaba por la emoción de estar delante de su futuro hogar, y cerró los ojos para que también le llegara a ella ese pálpito. Pero lo único que le llegó al ojo derecho al abrirlos fue un grano de arena llevado por el viento que hizo que empezara a llorar como una fuente.

A partir de aquel día fueron cada fin de semana a ver cuándo comenzaban las obras. Tras dos meses de encontrarse, cada domingo, con el mismo cartel y el mismo pellejo de gato muerto, dejaron de ir una temporada. Volvieron un Jueves Santo, sin abrir la boca en todo el camino, por si las palabras fueran a traer mal fario, y al llegar vieron que en el solar habían levantado una caseta para la oficina de la obra. Año y medio más tarde les entregaron las llaves de su casa en un bonito llavero de la Virgen del Pilar.

Un mes antes de la boda, tumbados sobre el colchón de la cama de matrimonio dentro de su funda de plástico, él la miró con una fijeza codiciosa y empezó a farfullar algo, mientras su mano buscaba bajo la falda. Sonsoles, con los ojos cerrados y las mejillas encendidas, se abandonó al ímpetu del hombre y , tras un convulso forcejeo de besos y cremalleras, lo hicieron en medio de un silencio culpable.

Se casaron el mes siguiente. Dieron el banquete de boda con las familias y unos amigos en el bar donde tomaban el aperitivo los domingos, en mesas corridas con manteles blancos de papel. Fueron de viaje de novios una semana a Mallorca y a la vuelta se instalaron en el piso. Ocho meses después nació Marianín, con los ojos grandes y negros, y una pierna más corta que la otra. En los cuatro años siguientes llegaron Pepito y Luisita. Él, gordito y risueño, ella, larguirucha y lánguida, como su suegra, según comentó Sonsoles a su prima por teléfono.

En el colegio, Marianín escuchaba a los profesores con los ojos abiertos como platos, sin entender una palabra de lo que decían. A los once años suspendió, y tuvo que repetir curso. Pepito, el pequeño, se ponía con él por las tardes en la mesa del comedor y le explicaba los quebrados, el sujeto y el predicado, los Reyes Católicos y todas esas cosas que aprendía de un vistazo en los libros del hermano. En el piso, los chicos compartían una habitación con dos camas de ochenta y un sifonier. Luisita tenía una para ella sola, con una ventana pequeña que daba a un patio de luces lleno de ropa tendida.

El año que Marianín cumplió los dieciséis, al acabar el curso, el padre lo metió de aprendiz en la empresa donde era el encargado. Ya había repetido dos veces y Mariano decía que así no podía seguir, que tenía que hacer algo de provecho. Dos semanas después, al volver por la tarde de la imprenta, Marianín buscó a su madre y le dijo en voz baja que los otros chicos se reían de él por su cojera, que le habían cogido manía porque era el hijo del jefe, y que no quería ir más allí. La madre lo miró negando con la cabeza y murmuró «Sabía que esto iba a pasar» Al rato, le dijo que a su padre no le iba a gustar. A media noche todo el bloque escuchó las voces del matrimonio: «¡Le tienes muy consentido!», «¡Y tú eres un animal con el pobre crío, y no me levantes la mano!» A las seis de la mañana el padre salió de casa dando un portazo.

Un domingo, durante la comida, Pepito se agitó en su silla nervioso y dijo que se había matriculado en la Universidad. Los padres no lo escucharon, o no prestaron atención. Habían tenido bronca por la mañana y ambos se esforzaban por despreciarse en silencio en la mesa. Su hermana miraba la televisión. Marianín le preguntó al rato que dónde estaba la Universidad, y Pepito, con un temblor en el labio, se olvidó de contestarle.

Sonsoles se enteró de que Pepito estudiaba en la Universidad un mes después de empezadas las clases, cuando llegó una carta de la secretaría a su nombre. Al leerla, se le vino a la cabeza aquel domingo en que el niño se había quedado callado en mitad de la comida, y tuvo un remordimiento al acordarse de que ni Mariano ni ella habían hecho caso cuando dijo algo sobre la cuestión. El grumo de congoja que se le había hecho en la garganta se le incendió en los ojos y en la boca cuando su marido entró por la puerta un rato más tarde.

Luisita nunca había dicho qué quería hacer. La mayor parte del tiempo estaba distraída, absorta en una burbuja de cándida felicidad. A nadie le pareció raro que se quedara en casa cuando terminó el instituto. Poco tiempo después, empezó a frecuentar un local vecinal, donde se reunía con más chicas y chicos, alrededor de un tipo de pelo largo, que hablaba sonriendo con un acento impostado, y que miraba a los ojos de una manera seductora. En las reuniones discutían sobre temas sociales, y Luisa, que en casa apenas abría la boca, intervenía apasionadamente moviendo los brazos y argumentando con cosas que había oído por ahí. Al acabar, cogidos de la mano, cantaban empalagosas canciones de amor y paz, acompañados de guitarras y panderetas. Cuando iba a cumplir dieciocho años, pidió permiso a sus padres para ir con sus amigos a un pueblo de la sierra a pasar unos días. Un viernes por la mañana, una furgoneta renqueante la recogió en la puerta de casa, y ya nunca regresó. Su hermano Pepito fue a buscarla, pero en el pueblo de la sierra nadie había visto ningún grupo de chicos con guitarras y panderetas.

Cuando Luisita se fue, a Mariano el eco de los pasos le dolía en el pecho al acercarse a la puerta del dormitorio de la hija. El día de Nochebuena de la primera Navidad, cogió una botella de anís y, a las siete de la tarde, Sonsoles se lo encontró tirado en el pasillo sin conocimiento, con la botella vacía en la mano. Cuando Sonsoles y Pepito volvieron de urgencias con él a media noche, Marianín estaba en la cama, llorando y repitiendo con la cara llena de mocos que creía que lo habían abandonado.

A partir de aquel día, Mariano empezó a pasar las tardes en el bar de abajo. Una noche un vecino se lo encontró en un banco, sin pantalones, vomitado y cagado, hablando con los fantasmas de su cabeza, y lo llevó a casa. Avergonzado, se encerró en el salón de casa frente al televisor, sobrio y huraño como una carabina. Meses después, al pasar delante del bar, entró y se tomó una copa, solo una. Al otro día fueron dos. Al otro… Tras una nueva crisis, un médico le dijo, mirándole muy serio, que la próxima vez no saldría vivo del hospital. Mariano pensó, mientras se abrochaba la camisa, que él hacía mucho que ya no estaba vivo, y sintió la boca seca.

Un año antes de terminar la universidad, Pepito se marchó a vivir con unos compañeros al otro lado de la ciudad.

Un día sonó el teléfono, era Luisita. Contó a su madre que había tenido una niña y que necesitaba dinero para comprar papillas y pañales. Sonsoles, desconfiada, le pidió que mandara una foto. A los quince días llegó en un sobre una foto de su hija, pálida, con el mismo vestido de flores que llevaba cuando se marchó, y una niña muy pequeña con cara de india en los brazos. Sonsoles no creyó que su hija hubiera parido aquello. No le mandó ni un duro.

Una tarde, Sonsoles zurcía calcetines en la cocina y Mariano escuchaba el tic tac del reloj del salón a oscuras sentado en el sofá. Marianín, en el dormitorio, se acordó de Pepito al mirar la cama vacía desde hacía cinco años.

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