EL FRENAZO



Antonio Pintor vuelve en tren cada día de la oficina a su casa. Es un tipo razonablemente feliz, no atolondradamente feliz, no cree en ese tipo de felicidad, pero tiene buena salud, y una familia a la que adora y que le quiere, se considera afortunado. Hoy es un día como cualquier otro, va mirando por la ventana, dejando los ojos vagar por los feos descampados que se extienden al otro lado del cristal. De repente el tren da un seco frenazo y se detiene. Antonio está a punto de caer al suelo. Varios pasajeros se han golpeado y se quejan del dolor. Todos se miran. Algunos buscan la razón del frenazo en el exterior. Tras unos segundos de incertidumbre, el conductor, con voz entrecortada, dice por megafonía que el tren ha atropellado a alguien que cruzaba la vía, y reclama la presencia de algún agente de la autoridad que pudiera haber a bordo. La noticia desata un murmullo de sorpresa. Al cabo de unos minutos se confirma el fatal desenlace.

Esa noche a Antonio le cuesta dormirse, piensa en el atropellado, sin saber absolutamente nada de él, o de ella. Ignora si ha sido un accidente o un suicidio. Puede que esa persona esté ahora descansando, definitivamente liberada de una vida de sufrimiento. O quizás ha sido un desgraciado accidente que se ha llevado a un joven con toda la vida por delante. O a uno de esos yonquis que caminan con la mirada perdida, jugando cada día con la muerte disfrazada de jeringuilla. En los días siguientes piensa que el hecho de haber estado en el tren cuando sucedió el atropello, en términos puramente físicos, hablando de energía, julios, aceleración y kilómetros por hora, ha contribuido, con su propio peso, a la muerte de esa persona. Por más que lo intenta, no puede evitar esos pensamientos estúpidos e irracionales, que asaltan su cerebro cuando menos se lo espera. Con el paso de los días se siente cada vez peor, le cuesta dormir, no descansa, pierde peso, su salud empeora. Se esfuerza en racionalizar la situación, pero la muerte de ese desconocido se le ha quedado clavada dentro, como un virus, y su existencia ha entrado en un pozo de negrura. Cada día, cuando el tren pasa por el punto donde sucedió el atropello, siente un calambrazo, como si le arrancaran un trozo del alma con unas tenazas al rojo vivo.

Han pasado seis meses. La mujer de Antonio no puede soportar el cambio que ha sufrido su marido y, desesperada, se ha ido a casa de su hermana con los niños. El jefe le llamó ayer al despacho, alarmado por la bajada en su rendimiento. Hace semanas que no baja al bar a tomar café.

Hoy es un día gris y ventoso. Antonio regresa a casa del trabajo. Está pálido y debajo de sus ojos se dibujan unas oscuras ojeras. La chaqueta de siempre le queda grande. Hoy Antonio se levanta de su asiento en el tren antes de lo habitual y se baja tres paradas antes de la suya, a unos dos kilómetros del punto donde aquel día el tren pegó un frenazo homicida. Sale de la estación y, con la mirada extraviada, empieza a caminar paralelo a la vía, imprimiendo a sus pasos una extraña determinación. 

Helena Ramírez vuelve cada día a su casa del trabajo en tren. Helena es una mujer razonablemente feliz…




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