LA CHICA DEL MINI VERDE

Fue un encuentro fortuito, a lo mejor uno de esos que nunca debieron suceder. O sí, quién sabe. Éramos jóvenes, y seguramente estúpidos. Era una noche de verano. Pegajosa. Mi colega y yo íbamos en el coche. Nos habíamos tomado un par de cubatas en un garito y buscábamos la siguiente barra donde plantar nuestros codos sedientos. Paré en un semáforo. Pegado a mi catorce treinta se detuvo un Mini verde. Ella iba en el asiento del copiloto. La miré. Podía tocarla si estiraba el brazo. Me miró. Le sonreí. Ella se giró hacia su amiga para no tener que corresponder a mi torpe presencia. No sé si por mi natural estupidez, por los cubatas, o por una calculada combinación de ambas cosas, me dio por sacar la cabeza del coche y asomarme por la ventanilla del Mini. Su amiga me miró. Se rieron. ¿Tú quién eres?, le pregunté. Teresa de Calcuta, contestó. Todo lo que vi allí, desde los zapatos hasta el último rizo del pelo, todo lo que podía ver, oír, oler, imaginar, especular y hasta soñar me gustaba. Fue una revelación. Me he enamorado, le dije. Tú no te has enamorado, tú estás pedo, contestó. Mira, vas a ser mi novia, mi chica, mi amante… y cada noche nos revolcaremos en la cama hasta que se me caiga la minga a pedazos. Un minga floja, contestó sin pestañear. El semáforo se puso en verde. Antes de volver al catorce treinta me demoré en los meandros de su pelo, en los pájaros que revoloteaban en su sostén negro, en el torneado antiguo de su boca, en los gajos blancos de su risa. 

Estuve un tiempo buscándola, al doblar cada esquina, y en las luces de colores de los locales donde regaba con garrafón las noches de los sábados. Unas semanas después me encontré con la amiga. Le pregunté por ella, me dijo que hacía tiempo que no sabía nada. Insistió en que la invitara a tomar algo. Pasó el tiempo, hasta que solo me quedó el recuerdo del dulce escalofrío que me atravesó como un puñal en aquel semáforo. 

Muchos años más tarde la vi, un par de calles más allá. No iba sola. Me vino a la cabeza, como si hubiera sido el día de antes, el encuentro fortuito de aquella noche de verano. Su pelo y sus ojos me reconocieron, y sonaron todas las canciones de las cintas de casete que llevaba en la guantera del catorce treinta, con chicas con minifalda y grandes hombreras, fumando y mascando chicle en las portadas. Su perfume me guiñó un ojo y por la curva de sus caderas me abandonó el riego sanguíneo. Ella hizo que no me veía, lo justo para que yo supiera que estaba fingiendo. Su marido empujó la puerta de un sitio haciendo sonar una campanilla que me dijo STOP, y desaparecieron dentro. 

Entonces pensé que aquella noche, en aquel semáforo, quizás solo la miré, y que, si le dije algo, lo olvidé en la barra del pub donde terminamos mi colega y yo, mientras le comíamos la oreja a la camarera para que nos invitara a un cubata. Y, también, que por qué aún me asalta de vez en cuando el recuerdo de los pocos segundos que pasé asomado al interior del Mini verde aquella noche pegajosa de verano.

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