UNA HISTORIA VALLECANA

 

De pequeño vivía en Vallecas, un barrio de Madrid. Allí tenía un amigo, Juanín, en realidad Juan José, pero todos le conocíamos como Juanín. Era un crio pequeñajo, con gafas de montura metálica y cristales con rayajos, vivaracho, medio rubio, que siempre estaba sonriendo. Juanín vivía dos o tres portales más abajo que yo, en el último bloque de pisos antes de que empezara una cuesta abajo, larga y pronunciada, que señalaba el fin de los bloques de pisos, acaso de la civilización. Más allá de la cuesta había una extensa área de casas bajas y encaladas, separadas por calles de tierra con fuentes donde la gente llenaba garrafas de agua para beber y asearse, solares donde las mujeres tendían la ropa y por donde vagabundeaban perros sin dueño. Por mitad de las casas bajas cruzaba la vía del tren que por un lado iba a la estación de Atocha y por el otro se perdía hacia el sur. Muchas tardes iba a buscar a Juanín a su casa o él venía a buscarme a mí. Su madre era una señora bajita y compacta con el pelo corto y moreno, la recuerdo muy seria. Juanín tenía una hermana uno o dos años mayor y una bici BH verde. Yo tenía dos hermanas pequeñas y una bici Peugeot blanca con frenos de cable. Pero la suya molaba más porque tenía cuadro de chico y la mía lo tenía de niña, de esos que no hacía falta levantar la pierna para bajarte. Una tarde, era casi de noche, vi a Juanín en el suelo enfrente de su portal con unos cuantos críos encima que me pareció que le estaban pegando, sin pensarlo me tiré al montón y empecé a quitárselos de encima hecho una furia y sorprendiendo a todos, incluso a mí mismo, hasta que lo liberé. Pasaba muchos ratos en la calle jugando con Juanín y con los otros chavales, y con once o doce años, cuando nació mi hermana pequeña, la tercera, mi familia se mudó de casa y de barrio y ya no le volví a ver.

Años más tarde, con veintipocos, estaba en mi trabajo, fuera de Madrid, hojeando un periódico, cuando caí sobre una noticia en una pequeña columna perdida en medio del manojo de papeles. Decía que en una calle de Vallecas, perpendicular a la calle donde yo vivía de niño, había aparecido dentro de un coche el cadáver de un joven de mi edad muerto por sobredosis, que correspondía con unas iniciales que eran las iniciales del nombre y los apellidos de Juanín, que no eran muy comunes. No tenía ninguna evidencia de que fuera él, pero me parecieron muchas casualidades: las iniciales, la edad y el lugar. La noticia, aunque hacía muchos años que no sabía nada de él, me dejó noqueado. Me dio por pensar que si yo hubiese seguido en el barrio o si hubiéramos mantenido el contacto, a lo mejor, Juanín no hubiera caído en ese mundo de la droga dura, o, por qué no, quizás hubiera sido yo el que le hubiera acompañado en su viaje a los infiernos y hoy no estaría aquí escribiendo esto. Me sentí frágil. Como si fuera el cristal de una ventana y una pedrada se hubiera cargado justo el de al lado. Los vericuetos de la vida. A veces es inevitable pensar en qué hubiera sucedido si… aunque las respuestas no sirvan de nada.

Desde entonces han pasado muchos años. Y no sé a santo de qué, ayer pensé en Juanín, y me puse a buscar en internet aquella noticia del periódico de principios de los ochenta con la que me había tropezado de manera fortuita una mañana en el trabajo. Era complicado. No la encontré. Luego probé a buscar el nombre completo de Juanín, con esos infrecuentes apellidos que yo no había olvidado. Hay mucha gente a tiro de Google en internet: si han participado en una carrera popular, si están en alguna red social, si le han dado algún premio, pensé que a lo mejor lo encontraba, pero no. Reduje los criterios de búsqueda a únicamente los dos apellidos. Y sonó la flauta. Pero no era Juanín. Se trataba de una mujer de mi edad. Esta mujer había tenido su momento de notoriedad hacía unos años por razones que no vienen al caso y era mencionaba en varias noticias y en alguna incluso con foto. Su cara me recordó al niño Juanín, su corte de pelo era muy parecido al de su madre. La razón de aparecer en los medios tenía que ver con su profesión, y se mencionaba el nombre de su centro de trabajo, que resultó estar en la misma calle donde vivíamos, un poco más arriba. Enseguida supuse que era su hermana. Estaba seguro de que era ella.

La encontré también en FB, pero aquí dejé de escarbar. No tenía sentido.

Dicen que uno no se muere realmente hasta que ya nadie se acuerda de ti. Juanín, yo a veces me acuerdo de ti. A lo mejor con la edad uno, según el día, mira más atrás que adelante, y ahí apareces tú, junto con un montón de recuerdos y algunos fantasmas. O puede que sea la manía esta que he cogido de escribir, que te hace buscar por los rincones y en los dobleces del alma a ver si hay alguna historia que echar a la olla donde los cuentistas cocinamos nuestros guisos, que es el papel. Éramos amigos de niños en aquel barrio de Vallecas, en una calle en lo alto de una cuesta desde la que se veían casas bajas que, a veces, un tren rasgaba por el medio, como una espada, regresando de alguna parte. Seguro que en el barrio ya no hay niños poniendo clavos de los grandes en las vías cuando va a pasar el tren para que los deje con una fascinante forma de cohete aplastado; que se dejan caer a toda velocidad, sin freno ni casco ni rodilleras, por la cuesta con los infernales patines de ruedas de hierro que nos echaban los Reyes; que saltan las vallas de las obras para provocar a los perros de los guardas y sentir la adrenalina de que nos persiguieran ladrando medio metro detrás; que hacen pistas en la tierra con las manos para jugar a carreras de chapas; que jueguen al guá con maravillosas canicas de todos los colores; que se peleen con los chavales de la calle de al lado a pedrada limpia, sin razón alguna, por pura diversión; que vayan los domingos al puesto del abuelillo de la esquina a gastarse la paga en pastillas de leche de burra, caramelos Sacy y cochecitos de plástico de dos cincuenta; que se suban hasta lo más alto de las escaleras de Telefónica que estaban atadas con cadenas a los postes, jugando al rey de la montaña, como hacíamos nosotros.

Hasta siempre, Juanín.



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