EL MICROONDAS
Hace un año que la mujer de mi compañero de trabajo Fede se
fue de casa, después de ocho años juntos. Los chismosos de la oficina dijeron
que había sido por el profesor de spinning, quién sabe. Ella era de los que no
usan el microondas por miedo a las radiaciones. Fede nunca había tenido
problemas con el electrodoméstico para calentar el café, o descongelar los
filetes de la cena, pero también dejó de usarlo, y el microondas quedó olvidado
en un rincón de la encimera como un coche mal aparcado. ¿Cosas del amor? Un día
a Fede se le ocurrió meter un bote de comida en conserva en el microondas. A
los pocos días, otro. Hasta que se convirtió en lugar de almacenaje, como dicen
los catálogos de Ikea. Aunque ya no vive con ella, Fede sigue sin usar el
microondas: la costumbre, dice, levantando los hombros. A veces lleva un ligue
a pasar la noche con él. Me lo suele contar enseguida cuando salimos a fumar un
cigarro, medio en broma y guiñándome un ojo. Un día me dijo que por la mañana le
resulta complicado explicar a los ligues la razón por la que no calienta el
café en el microondas, sin enredarse en la fallida relación con su ex y sus
manías. Fede cree que pensarán que sigue enamorado de la ex, y que no calienta
el café en el microondas por guardarle el recuerdo, o algo así. No es que le
importen los ligues, al menos no todos, pero le molesta que crean que sigue
colgado de la ex. Aunque a veces piensa que esa es la razón por la que ninguna
quiere quedarse con él más de una noche, la mayoría aturulladas y sin mucho
fuste después de unos cuantos ron cola en el bar de abajo. El mes pasado vio
una oferta de microondas en un diario y pensó que a lo mejor comprando otro,
este funcional, para calentar el café, tendría una posibilidad de rehacer su
vida; pero no veía clara la idea de tener dos microondas en la cocina. Otra
opción que se le ocurrió fue esconder el microondas reconvertido en almacén de
botes dentro de una armario, pero la desechó por redundante. Pasaba el tiempo.
Y la situación vital de mi amigo seguía estancada. La semana pasada entró una
nueva ingeniera eléctrica en la empresa, Jimena. Enseguida congeniaron. En un
par de cafés se pusieron al día: tenían la misma edad, estaban solteros, vivían
solos y tenían relaciones fallidas a la espalda, parecía que tenían prisa por
soltarlo todo sin escatimar detalle y pasar a la siguiente pantalla, como se dice
ahora. El viernes quedaron para salir. Tomaron algo, cenaron en un chino, y
tras unos ron cola en el garito del barrio, Fede la invitó a casa. Ella
contestó con una sonrisa subiéndose la media izquierda. La mañana siguiente él se
levantó primero y entró al baño. Mientras se duchaba se acordó del microondas y
se le empezó a hacer un nudo en la garganta al pensar en las peregrinas
explicaciones de siempre sobre el hornito de la encimera. Jimena se despertó,
oyó el agua correr en el baño, y, se fue a la cocina a por un café. Al pasar delante
del espejo del pasillo sonrió a su imagen desnuda. Vertió café de la cafetera
en una taza que encontró en un armario. En el rincón de la encimera estaba el
microondas. Intentó abrir la puerta, pero estaba atascada. Probó con ambas
manos. Tiró y tiró. Pero nada. Al tercer intento, esta vez con todas sus
fuerzas, el asa se soltó de la puerta, y por efecto del violento tirón, se la
clavó en el pecho, al tiempo que caía hacia atrás y se golpeaba la nuca en la
encimera con toda la fuerza con la que había tirado del asa. Hubiera muerto inmediatamente
por cualquiera de las dos circunstancias. Fede, mientras se secaba, decidió que
ya estaba bien, que le explicaría a Jimena la verdad de lo que pasaba con el
microondas, en realidad, nada, confiando en que ella, a quien tenía por persona
inteligente y juiciosa, lo entendería, que se reirían y a lo mejor podría pasar
página de una vez e iniciar una vida con ella. Salió del baño con la toalla
arrollada a la cintura. Fue a la habitación, no estaba. Luego a la cocina. La
vio allí, tirada en el suelo. Con los ojos abiertos y el rostro desencajado.
Debajo de su cuello, en el piso, había un hilillo de sangre, y el asa de la
puerta del microondas sobresalía del pecho a la altura del corazón. En ese
momento la puerta del microondas se abrió con un suave clic. Todos los botes de
conserva estaban caducados.
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