LA DEPENDIENTA
Hoy he vuelto a pasar por delante de la tienda de flores del centro comercial. De manera automática he apretado el paso simulando una prisa que no tenía, mientras con el rabillo del ojo escudriñaba el interior para comprobar si estaba la dependienta que me atendió aquella tarde dos meses atrás.
Aquella tarde fui a comprar un ramo de flores para mi mujer por su cumpleaños. La dependienta era una mujer normal, ni joven ni vieja, ni guapa ni fea, agradable, en cierto modo, llevaba gafas de montura metálica y las manos sucias de trastear con la tierra y las plantas. Yo no sabía muy bien qué ramo comprar, no sé de flores ni de ramos, y siempre acabo dejándome aconsejar por el profesional en estos casos. Mientras llegábamos a un entendimiento sobre el asunto del ramo, no sé cómo, porque no soy de hacer estas cosas, entablamos conversación, y, supongo que en un descuido o en un arrebato, acabé contándole, con algo de rubor en la cara, que yo escribía y que había publicado una novela hacía unos meses, y todo ese rollo que me sale cuando surge el tema con un compañero del trabajo o un vecino. Cuando esto sucede, el interlocutor, después de escuchar educadamente mi perorata, suele reaccionar con una mirada que yo no puedo evitar interpretar como: pero bueno, que lo haga un chaval, pero tú… ¿no eres mayorcito para esas pendejadas?, para seguir con que su hijo el pequeño ganó un concurso de cuentos en el colegio o que a su cuñada Herminia le han puesto el marcapasos y ya baja a por el pan y cosas así. La mujer de la tienda de flores reaccionó abriendo mucho los ojos, dijo que sentía gran admiración por los escritores, aunque fueran amateurs, que palabra tan bonita, que de alguna manera nos emparenta con los deportistas, que ella creía que escribir era una cosa al alcance de muy pocos, de repente adquirió un brillo que no había notado hasta ese momento, quiso saber de qué iba el libro, le dije que era una novela negra, contestó que esas eran las que más le gustaban, preguntó por el título y que cómo la podía conseguir… en fin, mi ego se fue hinchando como un flotador de piscina, hasta que acabé cual pavo en celo, a pique de reventar. Me prometió que esa misma tarde le contaría a su novio que había ido un escritor a la tienda, que estaba segura que a él le iba a encantar saberlo, y sin dudar comprarían el libro para empezar a leerlo de inmediato. No solo me llevé el ramo para mi mujer sino que, aunque no era su cumpleaños, le compré otro igual para mi madre, los dos ramos más grandes y estupendos que había en la floristería, equipados con todo tipo de extras y añadidos: perifollos, celofanes de colores, lazos, jarrones de vidrio, sobrecitos de vitaminas, etc.
Han pasado dos meses. Mi libro sigue bostezando en una estantería de un almacén de Amazon. En este tiempo tan solo me han comprado un ejemplar, Javier, mi vecino del primero, los únicos libros que tiene en casa son los del colegio de la niña, porque le ayudé a redactar una carta de reclamación de algo que había pedido por error por internet y se vio obligado a corresponderme pidiendo el libro y trayéndomelo a casa para que se lo dedicara.
Aun así, aquella dependienta a la que compré los dos ramos de flores más grandes que había vendido nunca, supo por unos minutos hacerme sentir como Fernando Aramburu, Juanjo Millás, o el mismísimo Stephen King en la feria del libro de Madrid. Y eso, amigo, eso es algo que no se olvida así como así.
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