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LA ENTREVISTA

Nieves Villacañas se ha levantado temprano hoy. Ha estado inquieta toda la noche y se ha despertado varias veces, una de ellas ha ido a la entradita a comprobar si la puerta de casa estaba bien cerrada. Ayer se tiñó el pelo en el lavabo del baño. Hace una semana se probó el último traje chaqueta que se compró en una boutique de la calle Serrano, cuando era Jefa de Ventas de la compañía XXX. Apenas se lo puso dos o tres veces antes del despido, o antes de que le dieran la oportunidad de buscar nuevos retos, como eufemísticamente le dijo el que hasta ese día fue su Director. Comprobó, con fastidio, que la chaqueta y el pantalón a duras penas le abrochaban. Después de siete días de dieta estricta, a base de ensalada y pechuga de pollo, ha conseguido que el traje le entre. Ayer lo recogió del tinte. Unos días después rescató del fondo del armario el ordenador portátil que llevaba meses sin encender. En su día era un último modelo. Comprobó que funcionaba. Lo limpió y lo metió en su maletín

EL SEMÁFORO 2 (continuación de EL SEMÁFORO)

Brama de nuevo el bicilíndrico a tres mil revoluciones por minuto. Se acerca al semáforo entre altos edificios que amplifican el sonido que escupen los tubos de escape. El motorista deja lentamente de acelerar. El motor comienza a retener los cerca de cuatrocientos kilos de hombre y máquina en su camino hacia la luz roja, la fiereza del rugido se aplaca. Los ojos del hombre barren la acera derecha de la calle buscando un rastro. Recuerda un lance fallido de caza pocas fechas atrás en ese mismo lugar. La blanca línea en el piso se aproxima, embraga y del poderoso motor emerge un ralentí de león durmiente. Está detenido, envanecido por el impacto que sabe que su estampa ejerce a lomos de la moto cuando, sin esperarlo, la ve por encima de los coches, acercándose al semáforo. Ella, a punto de pisar el asfalto, percibe el binomio hombre máquina, gallardo e inmóvil en el carril central de la calle, entre un camión de Cocacola y un sucio Kia amarillo. Esta vez lleva dos niños de la mano. Y re

EL LLAVERO

Con cuidado empezó a quitar del llavero las llaves que ya no necesitaba: las llaves de la puerta de la casa de donde ya nunca salía, la llave del corazón que un día se fue dejando un hueco frío en su almohada, las llaves de una caja fuerte expoliada, la llave de una jaula sin periquito, las llaves del viejo Cadillac aparcado en la calle con las ruedas pinchadas, las llaves del apartamento de la playa de su juventud, las llaves de un candado amarrado a la barandilla de un puente de un río cuyo nombre no recordaba, las llaves de la vieja casa de sus antepasados, la llave de la felicidad que conoció una tarde en la que una sonrisa calentó su corazón, la llave de la hucha en la que echaba monedas de cinco duros para la bicicleta cuando era niño, la llave de la oficina donde se volvió gris con el pasar de los días entre grises expedientes, la llave de la tapa del piano que nunca logró aprender a tocar, la llave del desvencijado baúl donde escondía sus papeles y alguna foto en blanco y negr

EL SEMÁFORO

El rugido del bicilíndrico a tres mil revoluciones anunció su llegada varias intersecciones antes del semáforo. Ella caminaba resuelta hacia el cruce y, al tiempo que el semáforo se ponía en rojo, una leve brisa agitó su cabello castaño. Él frenó la máquina y el amenazante rugido quedó reducido a un bronco ronroneo. Ella se dispuso a cruzar. Él, al verla, hinchó los pulmones con el aire de la mañana y tensó el gesto mirando al sol que se reflejaba en sus Ray Ban Aviator. Ella, sin detenerse, miró una fracción de segundo hacia la izquierda donde estaban hombre y moto, y al girar la cabeza, dio al movimiento un punto de aceleración que agitó las ondulaciones del pelo en un delicioso y mullido vaivén. Apartó con la mano una brizna de cabello de su cara al tiempo que dejaba caer los párpados y de entre sus labios refulgieron dos perlas blancas. Su zancada se alargó ligerísimamente intensificando el mareante movimiento de las caderas al pasar delante de él. Su corazón endurecido en mil bata

NO PUEDO DEJAR DE MIRARTE (CAN´T TAKE MY EYES OFF YOU)

Esta historia sucedió en un parque de una ciudad aburrida y perezosa. El alcalde de esta ciudad tenía deudas con un constructor que le había hecho una casita en la sierra. La mujer del constructor hacía estatuas de señores gordos y juraba con ojos encendidos que era Botero quien le copiaba a ella. El ayuntamiento compró a la escultora dos docenas de estatuas y las esparció por plazas, bulevares y parques de la ciudad. La estatua de un señor gordo con canotier, mostacho y trajecito apretado, fue a parar a un parque en las afueras. El señor gordo se aburría mirando el solar vacío que tenía delante. Un día aparecieron grúas y obreros y en unos meses levantaron un edificio, y, poco tiempo después, justo en el local a donde se dirigían los ojos de piedra del señor, abrieron una tienda de ropa de tallas grandes.