EL CABO QUE DIJO "YES"



INTRO

Estas páginas no van a tratar sobre gestas aeronáuticas, gloriosos pasajes o heroicas hazañas protagonizadas por soldados del Ejército del Aire español. Este relato va a tratar sobre unos cuantos momentos de la vida en el E. A. de uno de sus miembros. Uno que no ha hecho nada relevante, ni ha tenido una vida ejemplar ni dentro ni fuera del E. A., pero es del que mejor puedo hablar y escribir: el Cabo Badorrey, hoy Brigada, a menos de un año de pasar a la reserva, este que esforzadamente escribe y suscribe. Contaré sobre mi llegada al ejército hace cuarenta y cinco años, y sobre los episodios que han venido primeros a mi memoria cuando me he puesto a pensar en escribir estas líneas. ¿Por qué han sido estos pasajes y no otros los que han levantado la mano?, a lo mejor mi subconsciente ha decidido que van mejor con la temática, que son más literarios, o quizás que hay en ellos cosas que le gusta recordar al viejo truhan.

Las páginas de mi ingreso en la Escuela de Transmisiones y de mis primeros años en el Ejército no son solo mías, también son de otros setenta y tantos chavales como yo con los que recorrí esos primeros pasos del camino. Su historia menuda, sus espinillas, su descubrimiento del mundo, sus frustraciones y travesuras, los coscorrones e inseguridades se solapan miméticamente con los míos. Sin esos chicos y esos años adolescentes me resulta difícil explicarme a mí mismo. A pesar del tiempo y la distancia los tengo presentes y creo que no me equivoco si digo que en muchos de ellos percibo reverdecer el espíritu de los quince y los dieciséis cada vez que comentamos lo que ha hecho este fin de semana tal o cual equipo de futbol.

Seguro que algunas cosas no sucedieron exactamente como las cuento aquí, pero la memoria es juguetona y nos cambia las cosas de sitio, sus razones tendrá. Riguroso o no, lo daré por bueno si a alguien resulta entretenido.

EL ANUNCIO

Primeros días de abril de 1978. Acabo de cumplir los quince años y me queda mes y medio para terminar el primer curso de Formación Profesional de Primer Grado en la rama de Electrónica en el Instituto Politécnico de San Blas, en Madrid. La primavera se huele, el fin de curso está a la vuelta de la esquina y ya puedo empezar a saborear el largo verano de bicicletas, piscina y fiestas patronales que me espera en el pueblo de mi madre, donde veraneo desde que tengo memoria. Voy por el pasillo central del instituto con mi amigo José Luis. Supongo que hemos salido hace poco de una clase y que vamos a la cafetería a tomar el bocadillo o a matar el rato hasta la siguiente echando una partida. Me paro distraído delante del tablón de anuncios al lado de la puerta de la Secretaría. Me llama la atención un papel del tamaño de dos folios que no es como los papeles del instituto. Es muy blanco, y el contenido se distribuye en tres columnas de letra prolija. En la parte superior izquierda puedo leer, en negrita: Ministerio de Defensa, Orden Ministerial 834/1978… y a continuación “se convocan 320 plazas para ingreso en las Escuelas de Formación Profesional de Primer Grado del Ejército del Aire...” ¿Esto qué es? Sigo leyendo despacio. Se trata de estudiar la misma FP que estoy haciendo, pero en un centro del Ejército. Continúo y me parece entender que tras los dos años del primer grado te puedes quedar a trabajar como cabo y cabo primero, ¿eso es como hacer la mili?, ¿pagarán algo?, al ejército se iba, o te llevaban, a hacer la mili y que yo supiera no te pagaban más que unos cientos de pesetas. ¿Y luego qué? Miro a mi compañero y le pregunto que qué opina. Mueve la cabeza y con gesto derrotista me contesta que ahí es muy difícil entrar. Ignorando la actitud negativa de mi amigo, con quien comparto clases, partidas y paquetes de Celtas con filtro, entro en la Secretaría y pregunto a la funcionaria si me pueden dar más información sobre el anuncio del tablón. La mujer se levanta, le escucho decir «Creo que hay una copia por aquí…» mientras busca dentro de un armario dándome la espalda. Encuentra la copia entre un montón de papeles y me la da. Le doy las gracias y me marcho. Unos días más tarde, después de haber leído el papel varias veces, les digo a mis padres que quiero apuntarme a ese instituto del Ejército del Aire para hacer allí la FP. En mi familia no hay tradición militar, no hay policías, ni guardias civiles ni nada que tenga que ver con uniformes. Salvo un par de tíos abuelos ferroviarios todos se han dedicado a la minería, la construcción y a la agricultura. Mis padres no hacen muchas preguntas. Intuyen que lo que les propongo es bueno para mí, si en la misma frase están las palabras estudiar y ejército, y me dan su beneplácito.

Todos los días a las tres acabo las clases en el instituto, y al volver a casa paso al lado del patio del colegio donde había terminado la EGB el año anterior. Uno de esos días, después de mandar el formulario de la solicitud a la Escuela de Transmisiones relleno con mi mejor letra, me encuentro en la puerta del colegio con mi profe de octavo. Don Daniel es un tipo alto, grande, siempre ataviado con un sobrio traje gris. Su cabeza tiene algo de busto de Sócrates e impone respeto. Me paro a saludarle. Ya no soy uno de sus alumnos con los que debe guardarse de familiaridades. Terminado el colegio, con pantalón largo, carpeta de apuntes debajo del brazo y paquete de cigarrillos arrugado en el bolsillo de atrás del vaquero ya tengo bula para hablar con él sin temer una de sus intimidantes miradas. Don Daniel me saluda y se interesa por lo que estoy estudiando. Le comento que estoy haciendo Formación Profesional de Electrónica en el Politécnico del barrio, y que he tramitado una solicitud para entrar en una escuela militar. Don Daniel levanta una ceja y me dice profético que no voy a tener ningún problema para entrar. No me esperaba esas palabras de aliento de mi ex profe, pero supongo que me dieron confianza para seguir con el plan que, sin saberlo, tenía ya esbozado de prepararme para el examen que sería unas semanas más tarde.

LA ESCUELA

El lunes once de septiembre de ese mismo año 1978, una fecha que muchos años después se convertiría en infausta, a las siete de la mañana, bajé del Renault 4 furgoneta de mi padre en la Puerta de Toledo en Madrid, y cogí por segunda vez el autobús conocido como la Blasa, la camioneta blanca de la empresa De Blas y Cía. que recorría la carretera de Extremadura pasando delante de la interminable fila de cuarteles que había en Campamento, luego por Cuatro Vientos y llegaba hasta la Escuela de Transmisiones, hoy EMACOT, a tiro de piedra de Alcorcón. Yo sabía que iba a entrar en el ejército, pero mi intención no era otra que estudiar. En casa éramos cinco hermanos. Mi padre nos recordaba a menudo que él había empezado a trabajar siendo un niño en su pueblo de Andalucía, pocos años después de acabada la guerra fratricida que vivimos en este país. Alimentar siete bocas no era fácil. Mi padre trabajaba en la obra durante la semana y se sacaba unos cuartos extra haciendo reformas de albañilería en las que yo también participaba en lo que podía. Yo era el mayor y no me quedaba mucho para llegar a los dieciséis años, edad a la que en mi familia se entendía que uno debía empezar a contribuir al sustento. En el ejército vi la posibilidad de salir de esa lógica, continuar estudiando, y, quizás, también de cumplir con el mandato de aportar a fin de mes. Pero solo tenía quince años. Los que iban a la mili diecinueve o veinte, ni se me pasaba por la cabeza que hubiera soldados de mi edad. Aquella mañana no llevaba encima ni un cepillo de dientes. Recuerdo que al salir de casa le dije a mi madre que a lo mejor no podía volver hasta el fin de semana, porque de repente se me ocurrió que podía tratarse de algún tipo de internado. Ella me dio un beso y un billete de cien pesetas. En la puerta de la escuela nos juntamos un montón de chavales de mi edad. Unos llegaban solos como yo, otros acompañados de sus padres. Cuando un par de horas después nos asignaron litera y taquilla supe que esa tarde no iba a volver a casa. Al día siguiente nos llevaron a vestuario y nos dieron uniformes. Por la tarde unos soldados veteranos nos enseñaron las divisas de los empleos militares. Así me hice soldado de la 13 Promoción de Formación Profesional de la Escuela de Transmisiones del Aire.

Los dos años de escuela no fueron fáciles. El primero, el peor. Con la perspectiva de los años puedo decir que los que estaban a nuestro cuidado, con excepciones, no eran los más adecuados. Pero sobrevivimos.

Nos instalaron en unos edificios que estaban en un estado penoso. Faltaban cristales en varias ventanas de los dormitorios y habían puesto cartones en los huecos para que no entrara el frío. Comentándolo hace unos días en el grupo de whatsapp de compañeros de la promoción, hay quien asegura que nos descontaban dinero de la paga mensual de trescientas pesetas para reposición de botijos y cristales, y que esos cristales nunca llegaron. Algunos de los que dormían cerca de las ventanas rotas lo hacían vestidos las noches de invierno por el frio. Las viejas taquillas de madera tenían las hojas de las puertas medio descolgadas, las colchas de las camas estaban sucias y raídas y los somieres desfondados y reparados con alambres. Las paredes eran de un color gris verdoso y los baños estaban para lo imprescindible. Los uniformes que nos dieron me recordaron a los de los soldados americanos de los tebeos del Sargento Gorila en la guerra de Corea que leía de pequeño. Al tercer lavado se habían convertido en papel de fumar. Como prenda de abrigo teníamos un tres cuartos, un chaquetón de loneta gris aviación que apenas bajaba de la cintura, con un forro desmontable de guata que intentaba abrigar un poco y que tenía unas gomas en las muñecas que cortaban la circulación de las manos. La mayoría de mis compañeros pasaron los meses de invierno enseñando el pijama por debajo del cuello y de las mangas de la camisa.

El segundo año nos trasladaron a unas escuadrillas reformadas, con mobiliario y ropa de cama a estrenar, calefacción y una hora de agua caliente por las noches. Allí todo se veía limpio a la luz blanca de los fluorescentes nuevecitos, que contrastaba con la luz amarillenta que nos había alumbrado el año anterior.

Éramos una pandilla de setenta y tantos chavales buscando nuestro sitio en el mundo dentro de las rígidas verjas de la escuela, casi unos niños que se pasaban todo el día entre juegos y bromas. Disfrutábamos de una gran camaradería. A veces salíamos juntos en grupos los fines de semana. Guardo un recuerdo entrañable de esos años, de los amigos que hice y que conservo, y de los buenos momentos que pasé con aquellos feperos procedentes de todos los rincones del mapa de España. Así éramos conocidos en la escuela, como feperos, para diferenciarnos de otros alumnos que ingresaban desde la calle con mayor nivel de estudios y más edad, que estaban allí el tiempo imprescindible para adquirir los conocimientos de su especialidad y se iban destinados, mientras nosotros nos convertíamos en unos elementos difíciles de clasificar, a la vez soldados veteranos y niños resabiados, unos gremlins a los que mejor no dar de beber después de las doce. Feperos, con el diminutivo cariñoso feperillo, es como seguimos llamándonos entre nosotros hoy en día.

Cada mañana, a las siete menos cuarto, tocaban diana; saltaba de la cama como gato escaldado y quince minutos más tarde estaba formado en la calle con el resto de la escuadrilla. El Cabo Primero de semana, alumno del curso de Sargento, nos contaba y mandaba romper filas. En ese momento algunos se iban a desayunar, y otros volvían al dormitorio a hacer la cama y terminar de asearse. Si alguno se encontraba mal se apuntaba a reconocimiento médico e iba a la consulta al dispensario. A las ocho volvíamos a formar, con los macutos y los libros, y nos marchábamos a clase. Por la mañana cursábamos las asignaturas como en cualquier instituto de Formación Profesional: lengua, matemáticas, inglés, física, tecnología, taller, etc. En el descanso de las once volvíamos a las escuadrillas donde los cuarteleros nos daban un bocadillo, invariablemente chóped o salami, que sacaban de unas cestas de mimbre que tenían algo de barcas bíblicas. A las dos terminaban las clases. De nuevo en formación regresábamos a los dormitorios, dejábamos el macuto en la taquilla y nos íbamos a comer. El comedor era un edificio grande y chato, de una sola planta, que discurría a lo largo de la explanada de la plaza de armas. Un par de misiles, a modo de decoración, nos saludaban en la entrada. Una vez dentro nos colocábamos en dos filas a los lados del pasillo central. A llegar a las cabeceras de los autoservicios cada uno cogía una bandeja metálica, vaso, cubiertos, pan…, y a continuación unos soldados de reemplazo nos servían la comida con cara de pocos amigos a través de las ventanas que se asomaban desde la cocina que estaba detrás, luego nos íbamos a comer a las mesas que había en las extensas alas a derecha e izquierda del pasillo. Si alguno tenía mucho apetito o tenía la extraña suerte de encontrar apetecible algo del menú, se tomaba su ración a toda velocidad, llevaba la bandeja al extremo del autoservicio donde las apilábamos después de vaciar los restos en cubos de basura, y, en lugar de salir a la calle, se ponía en la otra fila, para no ser reconocido por los soldados que le habían servido y, sacudiéndose las migas de la pechera, llenaba otra bandeja y comía de nuevo. De tres a cinco hacíamos instrucción, tiro, pista americana, deporte, clases de cuestiones militares, etc.; de cinco a siete, paseo; estudio de siete a nueve bajo la vigilancia del Cabo Primero en la sala de estudio, una de las naves de la escuadrilla acondicionada como una gran aula; a las nueve cena, y a continuación teníamos una hora de asueto en la que podíamos preparar algo para las clases del día siguiente, ayudarnos con dudas, asearnos, leer, escuchar la radio, escribir a la novia, charlar o también, eso hacía yo, ir al cuarto de las maletas y encerrarme allí un rato solo con la guitarra; a las once menos cuarto la corneta daba el toque de silencio, se apagaban las luces y todo el mundo debía estar en la cama. Y vuelta a empezar al día siguiente, exactamente igual. Un día y otro día. Pero algo amenazaba esas dos horas de paseo en las que se paraba momentáneamente el tic tac machacón y podíamos hacer lo que quisiéramos, dentro de un orden, incluso cambiarnos de ropa y salir a la calle. Ese algo era el zafarrancho: la limpieza general de la escuadrilla. Los dormitorios se barrían y fregaban cada mañana. Por turno cada día se ocupaba uno de limpiar cada departamento. Y una o dos veces por semana, a veces más, con un criterio que estaba más allá de nuestra comprensión, se decretaba zafarrancho. La lista de los comisionados para el zafarrancho se confeccionaba de las más diversas maneras: con los nombres de los que habían llegado tarde a alguna formación, los cogidos fuera de juego hablando en instrucción o en estudio, los que tenían las botas sucias, el pelo un poco largo o mal afeitados… o directamente se pedían tres o cuatro nombres a los jefes de los departamentos. Nunca se sabrá si se trataba de una cuestión higiénica o un castigo bíblico, pero aquellos pobres diablos, después de la instrucción, o de las clases de reales ordenanzas, tenían, teníamos, que pasar el tiempo de paseo limpiando el polvo, los cristales, los baños, el suelo, recogiendo papeleras, barriendo y fregando las naves, lo que se le ocurriera al cabo primero de semana o a los suboficiales de la escuadrilla. Con suerte, al terminar de limpiar, nos quedaban veinte minutos para ir a la cantina a la carrera a merendar un par de sándwiches y una cocacola antes de entrar en estudio y seguir con la implacable rutina diaria hasta completar un día sin un minuto de respiro.

Los fines de semana, los que podíamos nos íbamos a casa. Muchos compañeros de fuera de Madrid no tenían medios para marcharse, ni económicos ni de locomoción, y algunos estaban meses sin ver a sus familias. Yo era uno de los afortunados. Esos dos días, sábado y domingo, estaba con mis padres y mis hermanos, dormía en mi cama, me duchaba con agua caliente, comía la comida de mamá, y me ponía los vaqueros y las zapatillas de deporte para ir a los billares o al cine con los amigos del barrio.

Al finalizar el segundo año, después de un cursillo de dos semanas y un examen, dejé la escala de Formación Profesional, en la que podía estar un máximo de seis años en el ejército y luego me licenciaría, y pasé al cuerpo de Ayudantes de Especialistas, donde podía llegar a ser suboficial Especialista. Pasado ese Rubicón, que algunos compañeros no superaron, ascendimos a cabo, y tuvimos que pedir destino para pasar dos años de prácticas en una unidad trabajando en cuestiones de nuestra especialidad, en mi caso mecánico de electrónica.

Una mañana de verano entramos en la sala de estudio los cabos que habíamos pasado al cuerpo de ayudantes de especialistas desde FP junto con otro grupo de alumnos, los «especialistas», que habían entrado en la escuela con segundo de BUP, y que en un año estudiando las materias de la especialidad habían llegado a cabos ayudantes, con los que nos habían fusionado, formando un solo grupo. En la pizarra escribieron una lista de destinos con el número de plazas disponibles al lado. Nombraron al primero de la promoción de los especialistas, pidió plaza y se marchó del estudio; borraron esa plaza; consecutivamente fueron nombrando al segundo, al tercero… hasta que todos hubieron pedido destino. Después del último de los ayudantes nombraron a Taboada, el primero de mi promoción de Formación Profesional. ¿Por qué pidieron los especialistas antes que nosotros que teníamos un año más de antigüedad? ¿el estigma del fepero?, creo que nunca lo preguntamos.

De la Fuente, el Talega y yo, éramos amigos y de Madrid, queríamos quedarnos en casa, juntos en el mismo destino, teníamos planes de hacer cosas. Sentados en la parte de atrás de la sala, veíamos como los especialistas iban dando cuenta de todas las vacantes que nos gustaban. Había que ajustar el plan. A toda prisa decidimos que ya que Madrid no podía ser lo mejor era irnos lejos, y puestos a irnos lejos, mejor a un sitio con sol y con mar, a desquitarnos de los dos años oscuros de la escuela. En la pizarra quedaban algunas plazas en las bases aéreas de las principales ciudades, pero solo quedaban tres o más plazas libres en sitios que no habíamos oído nombrar en nuestra vida, la mayoría escuadrones de vigilancia ubicados en pueblos, ¿nos íbamos a ir destinados a un pueblo? Dela tenía un mapa de campings que sabe Dios cómo había llegado a sus manos. Buscó a toda prisa los nombres que había en la pizarra. Vio que Motril estaba en Granada, tenía mar y muchas vacantes. Con unas miradas de complicidad acordamos que nos iríamos a ese sitio de nombre bonito y sonoro. Él fue el primero en pedir, era el mejor colocado de los tres en la promoción. Cuando le nombraron dijo Motril con voz firme y salió del estudio. Un rato después llegó mi turno. Aún había plazas y pedí lo mismo. Tres minutos más tarde vimos salir al Talega a la calle con la cara desencajada. Salazar le había pisado la última plaza en Motril y dijo lo primero que leyó en la pizarra cuando le tocó: Gando, en Canarias.

Pero tras el chasco de no poder quedarnos en casa, pasado un sentido y breve luto por la pérdida del Talega, algo se revolvió dentro de nosotros al ver la oportunidad que nos brindaba aquel lugar enigmático en el lejano y sugerente sur. Además, en septiembre cumpliríamos dos años en el ejército y tendríamos derecho a paga. No las testimoniales trescientas y trescientas una pesetas que cobrábamos de soldado y soldado de primera (un billete de metro, una entrada al cine y dos cañas) en billetes y monedas nuevecitos, sino dieciséis mil pesetas, unos cien euros al cambio de hoy, que con la inflación… una fortuna para nosotros.

En cinco minutos el futuro se escribía en tecnicolor y se escuchaba en estéreo, llevaba gafas de sol, bailaba rocanrol, mascaba chicle y se veía excitante y super guay, que se decía entonces.

EL DESTETE

Y así fue como un mes más tarde, una noche de agosto, un puñado de chavales que acababan de empezar a afeitarse, con los petates llenos de ganas de pasárselo bien, y de olvidar la escuela, se montaban en la estación de Atocha en el expreso Costa del Sol, el tren que hacía el trayecto Madrid-Málaga, con parada en Granada. Un tren que nos iba a llevar al mágico sur, recorriendo la sudorosa espalda de La Mancha en agosto, rumbo a esa imaginada tierra de promisión. A las diez de la noche empezó a desperezarse aquella mole traqueteante con nosotros dentro. Los últimos besos y adioses apresurados a padres y hermanos desde la puerta abierta del vagón, y dejar atrás todo lo que nos ataba hasta ese momento. Nos habíamos destetado.

Aunque teníamos asiento en el departamento del vagón de segunda o tercera con que nos habían pasaportado, estábamos demasiado inquietos como para quedarnos sentados. Nos pasamos casi todo el viaje recorriendo los pasillos de aquel interminable tren, asomados a las ventanas, dejando que el aire caliente nos despeinara. El tren recorrió La Mancha, parando en apeaderos de pueblos donde se bajaba y subía gente de una España provinciana y ajena a nosotros. A las cuatro de la mañana paró en Jódar, Jaén. Un hombre con un cubo de hojalata lleno de hielo y botes de bebidas se subió al tren y lo recorrió de principio a fin despertando a todo el mundo a gritos ofreciendo sus fantas y cocacolas fresquitos. A las ocho llegamos a Granada, después de diez largas horas de viaje. De la estación de tren fuimos a la de autobuses, para seguir nuestro camino a Motril por carretera. Recuerdo el calor del escay de los asientos. Yo iba entre mi compañero Isidoro, un tipo grande y fornido de uno noventa y cinco y la ventana del autobús, sin cortina, por donde entraba el sol abrasador de agosto. El aire acondicionado era algo que en aquel momento no sé si ni sabía de su existencia. Curvas y más curvas de la carretera hacia el Sur por toda la vega granadina. A mitad de camino un frenazo me saca del sueño en el que había caído después de interminables horas vagando por el mundo sin ver una cama. Miro afuera. Estamos parados en medio de una curva pronunciada. Unos hombres charlan con el conductor mientras contemplan un estropicio de maletas desparramadas por el suelo: la puerta de uno de los maleteros del autobús se ha abierto y parte del equipaje se ha ido afuera, también hay una caja de cartón con un televisor. A media mañana llegamos a la estación de autobuses de Motril, cerca de la calle Ancha.

Muchos años después he tenido ocasión de hacer viajes a lugares mucho más lejanos y puede que más exóticos, pero nunca viajar ha sido lo mismo que aquel primer viaje con diecisiete años.

Nos cambiamos de militar en los baños de la cafetería de la estación mientras tomamos un café. Nos montamos en un taxi en la parada que hay en la estación y le decimos al taxista que nos lleve al acuartelamiento del Escuadrón de Vigilancia Aérea número 9. El taxi era un modelo de Seat 1500 que no sé dónde había oído que llamaban el coche de los toreros; el coche había sido cortado por la mitad y le habían añadido un trozo con una fila extra de asientos consiguiendo que entráramos la turba de cabos más nuestros equipajes. El acuartelamiento no está lejos, a la salida del pueblo por un camino entre cañas. Es un recinto con tres o cuatro edificios alrededor de un pequeño patio de armas con mástil y bandera, más unas cocheras, que sirve de apoyo a las instalaciones técnicas a unos veinte kilómetros montaña arriba.

El recuerdo que viene a mi memoria a continuación es del día siguiente. Es por la tarde y salgo del acuartelamiento a dar un paseo junto con Dela y Posti. Vamos de uniforme, entonces no podíamos salir de allí de paisano: camisa azul claro con manguitos de cabo, pantalón azul aviación, zapatos negros y gorro, el cordón de alumno lo habíamos dejado en la escuela unos días antes, en una cesta de mimbre como las de los bocadillos. Motril está cerca. Llegamos a la Explanada, un paseo marítimo con palmeras y sin mar, pero pasamos de largo buscando otra cosa que no debe estar lejos. Vamos caminando por el arcén en dirección sur, entre plantaciones de cañas de azúcar. Ya no huele a Madrid, ni a Castilla, ni a la Mancha. Un olor salado se intuye en el ambiente. Unos minutos más tarde llegamos al puerto, lo rodeamos por la derecha y ahí está la playa. Es la primera vez que veo el mar. Me paro un momento y me fijo en el incesante y parsimonioso vaivén del agua, en la fuerza que desprende, el ruido, la espuma blanca, su color gris sucio. Hay un chiringuito destartalado sobre la arena. Nos desnudamos y dejamos la ropa resguardada bajo una barca de pescadores, blanca y azul, bocabajo en la playa. Y entramos al agua. Cómo olvidar el momento del primer beso salado del mar. Siento una inexplicable vergüenza de tener diecisiete años y todavía no haber visto el mar. A lo mejor es también la primera vez para mis compañeros, pero ninguno dice nada. Un par de horas más tarde, después de nuestro baño en la sucia playa del puerto, y de que el sol y el viento nos hayan secado, volvemos caminando al acuartelamiento. Con manchas de alquitrán en los pies, sal en el pelo y la piel, y contentos. Aquella playa iba a ser una buena amiga durante los dos años siguientes, testigo y cómplice de muchos buenos ratos.

La mañana siguiente, a las siete, un autobús gris con matrícula EA…. nos llevó al radar, el que iba a ser nuestro lugar de trabajo. El autobús sale del acuartelamiento y hace un par de paradas en el pueblo donde se monta el personal destinado en el radar. A la salida del pueblo las casas se van espaciando y tras un trecho entre huertas y cortijos empieza a ascender por las montañas que se aprietan entre la pared de sierra Lújar, de casi mil novecientos metros de altitud, y el mar Mediterráneo a tan solo diez kilómetros en línea recta. Renqueando por una carretera estrecha y llena de curvas llegamos al Conjuro, que es el mágico nombre de la montaña donde se encuentra la zona técnica, a ochocientos metros sobre el nivel del mar.

Ese trayecto en autobús montaña arriba se repetirá casi todos los días en los siguientes dos años. El pico, como le decíamos al radar, es un lugar fascinante para un chaval de diecisiete. Las instalaciones me hacen pensar en películas de guerra. Entrar allí es como entrar en un submarino encallado en lo alto de un monte, como el arca de Noé tras el diluvio universal en la cima del monte Ararat. En las semanas y meses siguientes descubriría la antena del radar de vigilancia, girando silenciosa e incansable veinticuatro horas al día dentro de su gigantesco radomo como una gran bola de helado, dando ejemplo de las virtudes militares de entrega y abnegación, las poderosas válvulas de las etapas de potencia, el ordenador que procesaba los datos radar…, también, a una escala menor, me sorprendían por su robustez y eficiencia los ventiladores americanos que se usaban para refrigerar los equipos cuando apretaba el calor, que parecía que iban a arrancar a volar en cualquier momento, y las aspiradoras con las que los cabos limpiábamos las canaletas por donde iban el cableado y las tuberías, anticipación de línea blanca de R2D2. Recuerdo cómo me abducía mirar las pantallas del radar, las UPA-35, redondas, como ojos de buey, en salas oscurecidas con espesos cortinones, con su hipnótico brazo de luz girando sobre un fondo negro e insondable, en las que se veían manchas blancas moviéndose barrido tras barrido, el tráfico aéreo, que mi imaginación transformaba en naves enemigas, o en platillos volantes llenos de extraterrestres con intenciones siniestras; la costa africana, perfectamente dibujada a poco más de cien millas; también, más allá, las montañas del Atlas, tan lejanas y tan cercanas, visibles a simple vista los días sin calima justo al otro lado del trozo de mar al que nos asomábamos desde el pico como quien se asoma al balcón. El mar de Alborán, esa lengua de agua por donde pasan los barcos que van y vienen del Estrecho a unas pocas millas, ese mar que es la plaza de un pueblo en el que confluyen todos los pueblos que viven asomados a él, parecidos y distintos, surcándolo desde tiempos inmemoriales, con sus olores, sabores, colores, músicas, lenguas…

Los trayectos en autobús tenían otras sorpresas. Algunas mañanas salíamos de Motril con cielo nublado, y cuando terminábamos de atravesar la gruesa capa de cirros, cúmulos y estratos, alcanzando su parte superior, era como empezar a viajar en un paisaje de algodón, donde el sol hería con toda su fuerza en un cielo limpio y azul, y hacia abajo solo se veían nubes blancas como montañas de merengue. También, al mirar al este, cuando coincidía con la hora del amanecer, podíamos ver lo que llamaban el barco de fuego. El disco rojo del sol, por un efecto óptico, durante un tiempo, unos minutos o unos segundos, no lo recuerdo, parecía un barco de fuego surcando el mar para luego elevarse majestuoso sobre la raya del horizonte. Eran raros los días que se veía, pero era todo un espectáculo. Busco hoy referencias sobre este fenómeno en internet y no encuentro nada. Si solo fue imaginación mía desde luego que fue una preciosa ocurrencia.

FIN DEL RECREO

Concluido el paréntesis de los diecisiete a los diecinueve, iniciático en tantas cosas, toca decir adiós a Motril y volver a la Escuela de Transmisiones para hacer el curso de sargento. No resulta fácil despedirse del sol, la playa, las motos, los amigos, las chicas, las camisetas, las discotecas, el ron pálido, las fiestas y los bares… tantas cosas que daría para llenar muchas más páginas. Bajar de nuevo a la tierra. Ya no somos los chavales que habíamos llegado pasaportados en el expreso Costa del Sol dos años antes. El viaje de vuelta a Madrid es en coche, gasolina a medias, paquete de Fortuna en el salpicadero, un rato conduciendo cada uno, la cinta de Chicago sonando en el radio casete. Si superamos el curso podemos convertirnos en militares de carrera, pero solo hay cincuenta plazas para setenta y cinco candidatos, uno de cada tres se quedará fuera.

Desde que llegamos a Motril sabíamos que para acceder al curso tendríamos que hacer ese examen eliminatorio, y que todos no íbamos a pasar, pero quién se preocupa con diecisiete de algo para lo que faltan dos larguísimos años. Con estos mimbres de inconsciencia nos dejamos llevar por el carpe diem y el dolce fare niente, básicamente nos dedicamos a divertirnos, por muy bonito que suene en latín o italiano. El ambiente de sol y playa no invitaban al recogimiento y la concentración que requiere el estudio. Aun así en octubre fuimos al instituto de Formación Profesional del pueblo y nos matriculamos con la intención de estudiar en horario nocturno. Pero nuestra voluntad resultó cualquier cosa menos férrea. El primer día que la hora de ir a clase nos encontró en una terraza tomando una cerveza o en la playa, debimos pensar que total por un día... el segundo lo mismo y al tercero ni nos acordamos de donde quedaba el instituto. Con todo, el segundo año, pagábamos a un sargento del radar para que nos diera clases de matemáticas dos o tres tardes a la semana en el piso que teníamos alquilado. Difícil decir si sirvió de algo, aunque no creo que nos viniera mal.

ESPERANDO AL SEÑOR SASTRE

Y el examen trajo el esperado llanto y crujir de dientes. Era la crónica de una muerte anunciada. Uno de cada tres, la mayoría feperos de la gloriosa estirpe de la 13 Promoción, tuvo que regresar a su destino con el petate lleno de planes para cuando salieran de sargentos sin deshacer, a terminar el año de contrato que les quedaba y luego licenciarse. Para los que aprobamos la perspectiva de otro año de escuela no era plato apetecible, por conocido, pero llegados a ese punto había que apretar los dientes y seguir remando. El trato a los cabos primeros, afortunadamente, no era el trato que habíamos recibido tres años antes. Ya no éramos aquellos mocosos a los que se les veía el pijama por debajo del traje de faena hecho trizas que cuando les daba la gana hacían perder el paso a cualquier formación con la que se cruzaran marcando el paso como legionarios romanos, eran los efectos de dos años haciendo instrucción. La parte académica del curso resultó bastante dura, había mucha diferencia de nivel entre los que habían ingresado con segundo o tercero de BUP, la mayor parte de los especialistas, y los que llegamos con poco más que EGB. Todo el curso estuvimos viendo de reojo la espada de Damocles oscilando sobre nuestras cabezas de que si suspendíamos alguna asignatura tendríamos que hacer el petate y volver al destino sin estrenar la gorra de plato de suboficial.

Pasadas la Semana Santa vino un sastre a tomarnos medidas para hacernos los trajes de sargento.

Y llegó la mañana del diecisiete de julio, y mi gorra fue la que voló más alto cuando, tras la entrega de los ansiados despachos de sargento, cantaron el rompan filas en la plaza de armas de la escuela.

CURVAS

Ya soy sargento. Toca pedir destino de nuevo. Esta vez no decido donde voy a ir aconsejado por un grupo de chavales revoltosos. Ya tengo veinte años, una novia formal, un R5 con fundas en los asientos, ambientador de pino y cintas de Tequila, Leño y Cat Stevens, lo que en aquellos años equivalía a tener pie y medio en la adultez. Otra vez quiero quedarme en casa, pero tampoco hay plaza. El plan B no contempla irme lejos buscando sol y mojitos. Lo más cerca de Madrid a donde puedo ir destinado al haber quedado el veintinueve de cincuenta en la promoción es otro radar: el Frasno, veinte kilómetros más allá de Calatayud en dirección Zaragoza, a doscientos y pico de Madrid.

Allí pasé un año entero, yendo y viniendo a casa en cuanto tenía dos días libres. Ya me sabía de memoria todas las curvas de la N-II, y aún tenía que esperar otro año más, con sus trescientos sesenta y cinco días para poder empezar a pensar en pedir otro destino. El R5 terminó estampado contra el pretil de una curva a derechas pasado Arcos de Jalón un sábado por la mañana que estaba saliente de servicio; por suerte, tanto el cabo primero Redondo que me acompañaba, como yo, salimos enteros. A ratos pensaba en irme a Canarias, allí se ganaba algo más por la cosa de la insularidad, se podía pedir sin esperar los dos años de rigor, las motos eran más barata que en la península por los impuestos y las playas y el sol me traían dulces recuerdos del tiempo en Motril. Si no podía estar en casa qué más daba doscientos kilómetros que dos mil, me decía a mí mismo. Y un buen día se cruzó en mi camino una cosa de nombre un poco navajero que puso todo patas arriba: el programa FACA.

España llevaba años negociando con Estados Unidos la compra de aviones McDonell Douglas F-18 Hornet; y en ese tiempo se firmó el contrato y salieron vacantes de suboficial a la Base Aérea de Zaragoza, donde iban a ir los aviones. El personal tendría que ir primero a Madrid a estudiar inglés para prepararse para ir luego a Estados Unidos a hacer los cursos de mantenimiento del avión. El proyecto tenía prioridad y se dispensó del cumplimiento de tiempos mínimos a los interesados. El cielo abierto. Todo sonaba como música celestial, y me apunté sin dudarlo un momento.

Antes de marcharme del EVA 1, un mes de agosto, probablemente como despedida, me nombraron sargento de cocina. Me pasé todo el mes bajando cada día al mercado de Calatayud en la DKW gris para hacer la compra para dar de comer a la tropa del radar e intentando cuadrar las cuentas de la cocina.

EL CABO DIJO YES

Pasé destinado al Ala 31 en Zaragoza, y el curso siguiente, de septiembre del 84 a junio del 85, me mandaron, junto con otros muchos suboficiales, a la Escuela de Idiomas del EA, en el Cuartel General en Moncloa.

En octubre del 85 nos fuimos a Estados Unidos. Nada más llegar a San Antonio, Cascajo, Maroto y yo, los tres del equipo de Comunicaciones Navegación e Identificación, CNI, nos fuimos a la Military Drive, donde estaban todos los dealers de coches de segunda mano, y nos compramos a medias, quinientos treinta dólares cada uno, un Chrysler Córdoba amarillo con motor de seis litros, al que no le funcionaba el aire acondicionado, para poder movernos durante el tiempo que íbamos a estar allí.

Estuvimos dos meses en la base de Lackland, en San Antonio, Tejas. Allí compartimos aula con gentes de todas las nacionalidades del globo que iban a estudiar o reforzar su inglés antes de dirigirse a otros sitios a hacer cursos específicos. Al acabar hicimos un viaje de casi mil millas, dos días en el Chrysler Córdoba, hasta San Luis, Missouri, a la fábrica de McDonell Douglas, donde se ensamblaba parte del avión y había unos edificios de oficinas donde haríamos los cursos técnicos. Nos daba clase un tipo con pelo largo que decía que era medio indio, que ahora que lo pienso se daba un aire al mestizo Ed de Doctor en Alaska. El tipo se esforzaba por mostrarse dicharachero para ocultar el hecho de que andaba bastante justo del tema que nos tenía que enseñar. Nos contó, entre otras cosas, que le gustaba una stripper española que trabajaba en un bar que frecuentaba. Una tarde, al terminar las clases, nos llevó al “centro de trabajo” de la muchacha, para que le ayudáramos a tender puentes con ella. Al llegar la vimos en lo alto de una barra iluminada, cogida a un poste metálico que iba del suelo al techo. Era morena y fibrosa. Media docena de parroquianos miraban embobados sus libidinosas y atléticas evoluciones alrededor del poste. Al terminar se acercó a ellos ofreciéndoles una vista en primicia de sus intimidades y empezaron a ponerle billetes cogidos de los elásticos de su exigua ropa interior. Supongo que el profe hubiera preferido estar dándose de codazos con ellos por tener la mejor visión a estar con nosotros. Después del espectáculo le dijo que éramos paisanos y consiguió traerla a nuestra mesa. Tenía nuestra edad, nos comentó que era de Madrid, de un barrio muy cerca del mío y esa coincidencia la hizo relajarse y sentirse bien. Estuvimos charlando un buen rato en español, con el profe con cara de Toro Sentado sin entender una palabra. Hablamos de esto y lo otro y nos contó, sin entrar en detalles, que había acabado de stripper en Estados Unidos por asuntos algo turbios. De repente se acordó de algo, se levantó, nos dijo que esperáramos, y volvió a los dos minutos emocionada y orgullosa con un loden verde puesto, uno de aquellos abrigos que estaban de moda entonces, como si fuera un indiscutible certificado de sus raíces. Quién sabe qué habrá sido de ella.

El martes 28 de enero de 1986 un tipo entró en la clase, habló algo al oído del profesor, y desaparecieron los dos a toda prisa. A los pocos minutos el profe volvió a por nosotros y nos llevó a una sala grande donde se había congregado todo el personal de la planta. En una pantalla de televisión había un canal de noticias en el que se veían en bucle las imágenes del Challenger explotando en el aire. Había sucedido unos minutos antes, 73 segundos después del despegue, y lo estaban dando todas las televisiones. Los siete integrantes de la tripulación habían muerto en el acto. El accidente fue calificado como el más grave de la conquista del espacio. Se suspendió toda la actividad y no se habló de otra cosa en todo el edificio durante unos días.

Tras la fase de formación estuvimos un mes de prácticas en una base de la Navy en Jacksonville, Florida, donde compartimos con ellos el trabajo en sus F-18.

Estas son unas pinceladas de mi increíble película americana. De Calatayud a San Luis, San Antonio, Jacksonville, con excursiones de fin de semana a Chicago, Houston, Dallas, los Everglades, Orlando, Miami, al parque nacional Big Bend… que tuve la suerte de vivir con veintidós años.

CIERZO Y SOL

Verano de 1986, Base Aérea de Zaragoza. Hace calor en el amplio aparcamiento de aviones que se extiende delante de los barracones del antiguo aeródromo de Sanjurjo. El aparcamiento está vacío, salvo en la zona este, donde, pegados al fondo, dormitan desafiando al cierzo y al sol, como momias de un pasado glorioso, media docena de T-6 que esperan con dignidad el pase al desguace, o a una rotonda; también hay un par de avionetas Dornier, estiradas como institutrices suizas, mirando a la calle con desdén desde las puertas entreabiertas de uno de los barracones. Hace cinco meses que hemos regresado de Estados Unidos. Cada mañana a las ocho en punto todo el personal está, estamos, en nuestros puestos, pero allí no hay aviones. Pasamos las horas haciendo cursos, ordenando repuestos y manuales técnicos, tomando café y bostezando, y mirando de vez en cuando la pista vacía donde juega a sus anchas el viento. Somos mecánicos de avión sin aviones. Una mañana el Brigada Magaña entra en la sala y nos dice al grupo de sargentos que estábamos allí que salgamos todos a la calle. Seguimos su orden sin entender muy bien para qué lo hacemos y en el aparcamiento nos juntamos con otros suboficiales, cabos y soldados de otros talleres y oficinas de la base; al poco empiezan a aparecer oficiales y jefes, y hasta el mismísimo Señor Coronel rodeado de una nube de estrellas de ocho puntas. Alguien nos pastorea hasta el extremo del aparcamiento y, lentamente, nos organizan en una larga fila, cada individuo a un metro del siguiente. El propósito es barrer toda la extensión del aparcamiento recogiendo todas las piedras, palitos, chapas, colillas, etc. todo lo que pueda ser succionado por las toberas de admisión de los F-18 y provocar una avería. Alguien da la señal y la cadena humana empieza a moverse. Todos nos agachamos al suelo a recoger piedrecillas, palitos, tornillos, y nos los guardamos en los bolsillos. Resulta poco habitual ver al coronel y al último soldado ocupados en lo mismo, codo con codo. En ese momento nos sentimos parte de algo, que también somos importantes para que aquello funcione, un eslabón más en la cadena en pos del mismo objetivo.

El 10 de julio de 1986 el comandante Vieira y los capitanes Arnáiz, Fernández y Gil, junto con otros pilotos de McAir, trasladaron en vuelo directo desde Larnbert Field a Zaragoza los cuatro primeros F-18. Ese día es fiesta en la base, todos estamos expectantes y excitados. Por fin vamos a ver esos aviones de los que no dejamos de hablar y alrededor de los que gira nuestra vida desde hace más de dos años. A pesar del entrenamiento, tengo nervios: nunca he trabajado con aviones antes. ¿Qué haré cuando tenga la primera avería? Mis dos compañeros de CNI tampoco tienen experiencia con aviones, ninguno hemos estado destinado antes en una base aérea. Recuerdo que la primera avería es un problema de IFF. En los meses siguientes van llegando poco a poco todos los aviones, y el Ala de caza empieza a funcionar. Los nervios se pasan y a la primera avería de IFF siguen cientos, quizá miles, durante el tiempo que estuve destinado allí.

Dos años después de la llegada de los primeros F-18 a Zaragoza un grupo de compañeros de Torrejón fueron desplazados a la base para familiarizarse con el avión trabajando con nosotros. Pronto ellos tendrían que ocuparse de sus F-18, que también empezarían a recibir para sustituir a los F-4 Phantom, los aviones de la guerra del Vietnam de los años sesenta y setenta del siglo pasado.

En ese tiempo, además de trabajar en el avión, y de salir a maniobras, hice cursos de control de ataque, sistemas de radar, contramedidas, arranque motor —montarme en la cabina, sentir en los riñones el empuje de los motores a ralentí, era lo más parecido a tocar el cielo con las manos, aeronáuticamente hablando—, implementábamos modificaciones y cambios menores que tenían que ver con nuestro área.

Hubiera dado un dedo o incluso dos para que me llevaran a dar un paseo a lomos de aquella máquina en la que trabajaba cada día y jugar, aunque fuera un minuto, a sentirme como Maverick en Top Gun.

EL PÁJARO HERIDO

Mañana del 15 noviembre del 88. Voy por la pista en bicicleta, no recuerdo si a atender un avión con avería, o al edificio de la línea, cuando veo un Hércules parado en la pista de rodaje, el trozo de pista que comunica las dos pistas de aterrizaje y despegue de la base compartidas con el aeropuerto. Pero hay algo raro en el avión, está parado en un lugar inhabitual, es un sitio de paso, y se ve escorado hacia el lado derecho, como dolido. A su alrededor se está concentrando gente, oigo sirenas de bomberos y de ambulancias, todo tipo de vehículos corren desde diversos puntos de la base en dirección al avión. Yo en la bici también me apresuro pedaleando hacia allí. Al llegar compruebo atónito que al Hércules le faltan cuatro o cinco metros del plano izquierdo, y que esto hace que se incline hacia el otro lado. Se abre la portezuela y empieza a bajar la tripulación. Yo estoy parado a unos metros sobre la bicicleta, sin dar crédito. Gago, un sargento carguero que conozco, pasa a mi lado sin verme, está blanco como un folio, va diciendo «Estamos vivos de milagro, estamos vivos de milagro» Efectivamente, es un milagro que ese avión haya logrado aterrizar. Un rato más tarde otro avión, un F-18, aterriza con trozos de tuberías de combustible del Hércules cogidas a un plano. Ha sido un desafortunado encuentro en el aire sobre el cielo de Zaragoza, al que le han faltado unos centímetros para terminar en tragedia.

Cinco años después estoy de nuevo echando la papeleta para pedir destino a Madrid. Esta vez suena la flauta.

TERREMOTO

Un día de abril del 94 uno de los teletipos del GRUCEMAC, en la Base de Torrejón, donde estoy destinado en el mantenimiento de sistemas de ordenadores, se despereza y empieza a teclear otro de sus ininteligibles mensajes. Tras una larga lista de siglas, números y códigos empiezan a distinguirse algunas palabras: en la línea del asunto reza PLAN DE RELEVO DTO. DE E.A. EN BHC, y a continuación el cuerpo del mensaje diciendo que el personal listado en un telefax adjunto deberá ponerse en contacto a la mayor brevedad con una oficina del Estado Mayor para recibir instrucciones. En la tercera página del telefax está mi nombre.

El día 12 de mayo de ese mismo año, vestido con el uniforme de camuflaje del Ejército de Tierra, me subo a un Hércules en la BA de Torrejón rumbo a Split. De allí somos conducidos en coche al destacamento español de Draçevo, en Bosnia. Allí pasaré algo más de tres meses integrado en los equipos TACP, con indicativos Bullfighter 1 y 2, que el Ejército del Aire español tiene desplegados como parte del contingente de Naciones Unidas en los Balcanes, moviéndome entre Draçevo, Medugorje, Mostar y el puente de Bijela, sobre el rio Neretva.

En menos de un mes mi vida deja de girar en torno a mi familia, mi trabajo en el GRUCEMAC y ayudar a mi padre los días libres de servicio, una vida sin grandes sobresaltos y seguramente cómoda y previsible, para ir a prestar mis servicios en un destacamento de Naciones Unidas en un país devastado por la guerra. En ese momento aprendí que en la vida uno, militar o no, debe estar preparado para cualquier cosa. España en aquel tiempo no tenía una presencia importante en misiones internacionales, yo no conocía a nadie en las FAS a quien hubieran convocado para algo así, y que me llamaran a mí era, a priori, tan impensable e improbable como que me tocara la lotería. Pero me tocó. Aquella misión se convertiría en la más importante en la que participaría España, por el volumen y entidad del contingente, fuera de nuestras fronteras. Con el tiempo nos hemos acostumbrado a ver a cientos de compañeros en diferentes misiones en Afganistán, Líbano, etc. pero en el año 94 esas cosas no pasaban. La noticia cayó como una bomba en mi familia. Mis padres, mis hermanos, mi mujer, todos vivieron con angustia y preocupación las semanas previas a mi partida, al tiempo que un irresponsable y pertinaz gusanillo de excitación y curiosidad me corroía las tripas ante la aventura que se me ponía por delante.

De repente, por haber obtenido los codiciados “treses” en los exámenes de la Escuela de Idiomas del Aire, gracias al programa FACA, me veo convertido en el “radio” del equipo TACP, Tactical Air Control Party, una mezcla de operador de radio y técnico en el equipo de cuatro personas que, montado en un BMR blanco con las siglas UN en los costados, recorre los montes y los caminos de la región en misiones haciendo conducciones con los aviones de la OTAN hacia potenciales objetivos. Todas las misiones en las que estuve involucrado fueron de entrenamiento.

En Zona de Operaciones, Z. O., los ojos no se acostumbran a ver la cara de la destrucción y de la guerra. Un puente bombardeado es una imagen terrible. Cuando las piedras están en el fondo del rio, o del barranco, la distancia entre las dos orillas se hace insalvable, y lo que antes era una sola tierra, una comarca, una región, se transforma en dos mundos que se dan la espalda. Ni siquiera el puente medieval de Mostar, Stary Most, del que la ciudad toma su nombre, se libró. Quizás fue el primero en ser bombardeado al unir las orillas del rio que marca la frontera entre los barrios croata y musulmán de la ciudad. Afortunadamente hoy está reconstruido y de nuevo en su lugar. No puedo olvidar tampoco los edificios ametrallados del bulevar de Mostar por donde pasábamos casi todos los días camino del monte Hum. No era posible no reconocerlo de las imágenes de los telediarios que veía en casa apenas unas semanas atrás, la gente corriendo a esconderse del fuego homicida e indiscriminado de los snipers, francotiradores, disparando desde las plantas superiores de los edificios a cualquiera que pasara por la calle. Compruebo hoy, casi treinta años después, que uno de aquellos edificios, mostrando los costurones de las cicatrices de la guerra, se ha convertido en un reclamo turístico: snipers tower, donde la gente se hace fotos. Y no sé qué pensar.

La rutina de la vida diaria en Z. O., se impone como un rodillo implacable. Mi primer trabajo del día es informar, a las cinco de la mañana, al centro de control de misiones de la situación meteorológica. Me levanto, salgo del laberinto de los hesco bastions, jaulas llenas de sacos terreros que dan protección horizontal a los contenedores donde dormimos, y miro al cielo. Si hay muchas estrellas, informo de que el tiempo está clear, si hay pocas, scattered o partly cloudy, y si no veo ninguna, overcast, zero visibility. El guiado hacia los objetivos se hacía de manera visual, en contacto hablado con el piloto por radio, por eso el parte meteorológico era imprescindible para que pudiera haber misión.

La vida en Z. O. tiene un ritmo distinto al de la vida en casa, la vida que he conocido hasta ese momento. Allí tenemos marcada la agenda de la mañana a la noche, con el foco puesto en la misión. A veces uno siente la tentación de dejarse arrastrar por la inercia de esa maquinaria en la que uno es un engranaje más y todo funciona como un reloj; la tentación de centrarse en el trabajo y de olvidar que está en un país roto por la guerra; la tentación de ignorar la tragedia, los desplazados, los niños muertos, los viejos que no tienen a nadie que se ocupe de ellos, todas esas cosas incómodas; la tentación de decir que todo me da igual porque puede que la siguiente baja sea yo si el BMR pisa una mina, se cae por un barranco o si al serbio borracho que está al otro lado de la montaña, a unos pocos kilómetros, le da por jugar con su pieza de artillería; la tentación de desconectar de los problemas que han quedado en España, cada día más lejanos y difusos; por un momento llego a pensar que estar de misión no está tan mal; me vienen a la cabeza ciertos personajes que conocemos por el cine, que han pasado por la experiencia de la guerra, en condiciones mucho más atroces que las nuestras, que ya solo saben vivir de ese modo: sin quitarse el casco, mirando con desconfianza a la gente en las calles de Mostar desde lo alto del BMR mientras sus dedos acarician las cachas del arma cargada, abonados a la adrenalina de no saber qué será de ellos el minuto siguiente. Un Cabo Primero conductor que conozco allí, un tipo adusto, lleva nueve meses sin pisar España.

Cada pocos días tenemos cinco minutos para hablar por teléfono satélite. Las llamadas se programan con antelación y en Tango November, Territorio Nacional, la familia espera impaciente que suene el teléfono para poder hablar con el papi, el hijo, el hermano, el novio o el marido que está en la guerra. Pero esos malditos cinco minutos se pasan volando. El retardo de la comunicación satelital, esos milisegundos de más que tarda en llegar la voz de un lado al otro matan la espontaneidad y reducen la comunicación a la repetición sincopada de unas pocas frases manidas: qué tal estás, la comida es buena, hoy ha llovido, han ingresado al tío Julio, te echamos de menos, dile a mi madre que he llamado, Luisito ha suspendido, ayer me dio recuerdos…, lugares comunes en los que nos reconocemos y ubicamos que avivan los sentimientos por unos minutos; hasta que el que está esperando afuera empieza a aporrear la puerta reclamando su parcelita de tiempo para hablar con los suyos. En aquella época empezaban a popularizarse los módems que permitían navegar por Internet a 52000 baudios a través de la línea telefónica, pero en el destacamento no había nada de eso, y mucho menos telefonía móvil de ningún tipo. Los jueves llegaba el correo. Todos esperábamos impacientes las cartas de la familia o de los amigos, todas eran bien recibidas, y, si éramos afortunados de ser el destinatario de una, buscábamos enseguida un poco de soledad para leerlas y volver a conectar por unos minutos con todo eso que palpitaba en el papel, que se había quedado como en suspenso a dos mil kilómetros de distancia. Aquellas cartas, franqueadas en pesetas, eran el vehículo en el que viajaban los abrazos, los cariños, los besos, las buenas y las malas noticias, las confidencias y los dibujos de los hijos, de mis hijos, de los que aún conservo alguno. Además de cartas, de casa también recibíamos paquetos Así es como llamábamos a las cajas que nos mandaban con cosas que habíamos pedido: ropa, enseres, libros…, pero que eran esperados con impaciencia por las otras cosas que también traían: jamón, chorizo, queso, morcilla…, esas ricas viandas que uno echa tanto de menos cuando está lejos de casa. Los jueves a medio día, celebrábamos san paqueto, comprábamos cerveza local, pivo, y dábamos cuenta de los contenidos de los paquetos que cada uno aportaba en animados picnics.

Un recuerdo que no puedo quitarme de encima es algo que sucedió el día de mi vuelta a casa. Aquel día me monté de nuevo en un Hércules en el aeropuerto de Split, cansado de tener la cabeza y el corazón en un sitio, los pies en otro, de no estar en ninguno. Después de tres horas y media sentado en la loneta colgada de unas barras metálicas a través de unas cintas, esa era toda la comodidad que ofrecía el Hércules, aterrizamos en Torrejón. Yo iba vestido con el traje de camuflaje, el pantalón dentro de las botas, boina azul de la ONU y la perilla que me había dejado en las últimas semanas. Bajé del avión y corrí a ver a mi familia que me esperaban al lado de la pista. Cuando mi hija, que tenía cuatro años, vio acercarse aquel señor de verde, con boina y perilla, se dio la vuelta y se refugió en las faldas de su madre con una cara que no puedo olvidar. Era papá el que llegaba, pero lo que vio no se debió corresponder con la idea que tenía en la cabeza. Creo que solo me había visto vestido con el uniforme verde en fotos y se asustó. Aún hoy sigo recordando su cara de miedo y desconcierto.

En realidad hice dos misiones en Bosnia, de algo más de tres meses cada una, en los veranos de los años 94 y 95, casi siete meses en total. El año siguiente a la primera misión uno de los dos radios que estaban nombrados para el relevo cogió una baja médica, la lista corrió y me volvió a tocar. Todos los recuerdos que tengo de entonces son una mezcla desordenada de cosas y situaciones que sucedieron en una u otra misión.

A los tres meses de volver de Bosnia, el inglés que había aprendido, el que me hizo llegar hasta allí, a Estados Unidos y a Zaragoza, y supongo que también un poco de la curiosidad que me hizo mirar el tablón de anuncios de la Secretaría del Politécnico con quince años me ofreció otras oportunidades, a las que este cabo, fepero, contestó yes.

Pero esa es otra historia.



FIN

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