UNA TARDE QUE A LO MEJOR LLOVÍA
Cogí un papel, y había un bolígrafo cerca. Coincidió que yo estaba allí, solo, y un poco aburrido, aún faltaba una hora para algo que tenía que hacer, no recuerdo qué. Cogí el boli, era de esos que pulsas en la parte superior y sale la punta de la mina, que al deslizarla por el papel deja una raya normalmente azul, a veces negra. Pinté un monigote, pero siempre he sido muy malo con el dibujo, el maestro me daba capones cuando era pequeño de lo mal que dibujaba. Y entonces escribí algo, una frase tonta, de esas que no dicen casi nada, algo cotidiano e insustancial, algo obvio que todo el mundo puede comentar u opinar, sin saber por qué ni para qué. Y sucedió. De esa frase empezaron a brotar dos o tres extrañas ramificaciones. Al principio despacio, con poca convicción, y al final de una de ellas, la más recia, por así decir, vi como se formaba otra frase. No era nada a tomar en consideración ni de lo que sentirse orgulloso, nada que poner en piedra, como se dice ahora, pero esa ramificación produjo una frase, que estaba ligada a la primera como un nene a su madre con el cordón umbilical, no era definitiva, quede claro, pero palpitaba llorosa, sucia de sangre y líquidos amnióticos, qué sé yo, viva. De la segunda frase enseguida salió un ramal consistente que alumbró otra frase, y otra y otra más, y cada una representaba una idea, que producía más ideas, unas peregrinas, dignas de reflexión otras, algunas absurdas, y enseguida tuve un párrafo. Y lo leí. Y todo aquello había venido a partir de aquella frase primera, la frase tonta que no decía casi nada, una frase que casi ni recuerdo, que puse en un papel una tarde que estaba aburrido, una tarde que a lo mejor llovía en la calle.
Photo by Karolina Grabowska www.pexels.com
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