QUERIDO DIARIO


C. es un tipo del barrio, a veces coincidimos en el bar de la esquina y charlamos del trabajo, de los hijos o de los putos políticos mientras nos tomamos un carajillo. En realidad él suele ser el que habla y yo el que escucha, pero no me importa. Me cuenta que en casa tiene un cuaderno donde escribe sobre sus cosas, para coger perspectiva y para entenderse, eso dice, un cuaderno que nunca ha enseñado a nadie. No es un diario, C. odia la frasecita esa de: querido diario. Nunca comprendió el “querido” de esa frase hecha, nunca sintió cariño o afecto por nada que hubiera escrito o que tuviera intención de escribir; reflexión, comentario o carta de reclamación a la telefónica. Nada que escriba o pueda llegar a escribir le resultaría querido. Tampoco tiene ese tipo de sentimientos por el cuaderno o soporte físico de sus parrafadas. Más bien al contrario. Cada vez que agarra un bolígrafo es para sacar mierda fuera, como quien se aprieta un grano para expulsar la pus, o saca la bolsa de basura del cubo para tirarla al contenedor. Nadie se refiere al cubo de la basura con un querido cubo de la basura. La basura es un conglomerado maloliente compuesto por productos desagradables e inevitables de la vida: los desechos, los restos, las sobras, lo podrido, lo que no sirve, lo que quieres olvidar; como todo lo que C. vomita en el cuaderno con una letra que imagino picuda y furiosa.

Un día después del café cayeron un par de copas de Soberano y me contó una historia. En el barrio donde vivía de niño, al sur de la ciudad, en eso que llaman la periferia, había un descampado en el que de día los chavales jugaban al fútbol y por las noches las parejas se magreaban apoyadas contra la valla de una fábrica. A ese descampado, C. y otros tres o cuatro chavales, cada cierto tiempo, de noche, conseguían arrastrar a M., una vecina del barrio que vivía dos o tres bloques más abajo, una niña larguirucha de ojos castaños de unos doce o trece años, engatusándola con cosas de críos: ven y te contamos una cosa, o ven y te enseñamos no sé qué. Cuando llegaban al descampado la rodeaban y empezaban a empujarla, a tocarla y a zarandearla hasta que conseguían que se asustara y echara a correr. Entonces la perseguían, la azuzaban más, la insultaban, se reían de ella, les excitaba el olor de su miedo, les envalentonaba, y trataban de arrinconarla. Algunas veces ella se zafaba y les daba esquinazo. Otras no lo conseguía, caía al suelo y allí se hacía un ovillo, con los ojos cerrados, hipando y jadeando, incapaz de moverse, emitiendo cortos chillidos, con la faldita de cuadros medio subida enseñando las bragas blancas, como un cervatillo desvalido rodeado por una jauría, en lo oscuro del descampado. El juego terminaba unos minutos más tarde, una vez que los chicos habían conseguido demostrar su poder y olido sangre, entonces se marchaban entre risas, dejando a M. bloqueada, aterida, sin habla, sola y al borde del colapso. A veces, una pareja de las que estaban apoyadas en la valla magreándose se daba cuenta de lo que estaba sucediendo y se acercaba a ayudar a M., y eran los chicos los que huían sin haber alcanzado el objetivo.

C. recuerda que nunca supo por qué hacían aquello. Al terminar tenía una sensación de hastío, el rostro de M. lívido de pánico, sus gritos, le removían algo dentro. Pero las cosas pasaban porque pasaban, nadie se planteaba por qué el sol se levanta por el este cada mañana, por qué el maestro llamaba imbécil al niño que no sabía la capital de Nicaragua.

Los chicos crecieron y todos se marcharon del barrio. C. nunca supo de ellos y apenas ha regresado por allí un par de veces. En el descampado construyeron una gasolinera, ya no van las parejas a magrearse, ni las bandas de chicos a jugar al fútbol por el día y acosar a niñas larguiruchas algunas noches, como jóvenes depredadores. Me contó que unos meses antes se había acordado de M. Se preguntó qué habría sido de ella, e intentó escribir aquella fea historia en su cuaderno, pero solo consiguió llenar una papelera de hojas arrancadas del cuaderno.

No sé si la niña M. escribiría un diario, como hacen las niñas de esa edad en las películas, pero si lo hacía seguro que ninguna de aquellas noches escribió una página empezando con esas estúpidas palabras: querido diario.

Imagen de congerdesign en Pixabay

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