LA CAJERA
Aquel día terminé pronto de hacer la compra. Antes de ir a las cajas a pagar me di una vuelta por el pasillo de los libros. El hipermercado no es el sitio más indicado para comprar libros, la mayoría son títulos de famosos reconvertidos en escritores, best sellers, portadas con tipos bronceados sin camiseta y abdominales de infarto, cosas de autoayuda, recetas de cocina… aunque siempre mantengo la secreta esperanza de encontrar algo potable, literariamente hablando, como cuando me entretengo en las estanterías de las tiendas de libros de viejo a la caza de tesoros escondidos. Se me iluminó la cara al ver el nuevo libro de un autor al que seguía. Miré a los lados para comprobar que no había nadie conocido cerca, hojeé el ejemplar y lo puse en el carro de la compra mal disimulando mi satisfacción. Unos minutos más tarde lo depositaba en la cinta de la caja, con cuidado de dejar distancia con los otros artículos de la compra, por delante y por detrás, para evitar que se contaminara con la vulgaridad de las hortalizas, las bolsas de basura o la botella de lejía. Cuando la cajera, cuello estirado, pelo castaño recogido, y discretas gafas negras de pasta, estaba pasando una bolsa de cebollas por el lector de precios la miré intentando parecer interesante, buscando con algo de descaro sus ojos, estaba seguro que el contraste de las cebollas con el libro que tenía que pasar a continuación despertaría en ella curiosidad por ver quién era el comprador de tan preciado objeto. Pasó la bolsa de las cebollas y, cuando su mano estaba a punto de caer sobre el libro, algo llamó su atención en la pantalla de la caja. Se quedó mirándola fijamente, con la boca y el entrecejo fruncidos, y se volvió hacia mí.
-Señor, se han equivocado con el precio de las cebollas. Vaya a la frutería a que se las pesen otra vez -dijo con frialdad teutónica.
Decepcionado, cogí la bolsa y me fui a la frutería. Al irme, vi de reojo como cogía el libro de la cinta y lo pasaba por el lector, con el mismo entusiasmo con el que la había visto pasar las patatas y la lejía.
Un par de minutos más tarde regresaba a la caja. La cajera ya había pasado todos los artículos de mi compra y los tenía perfectamente metidos en las bolsas de rafia. Imaginé a mi libro en alguna de ellas, compartiendo estrecheces con los yogures y la coliflor, reducido a la categoría de perecedero consumible alimenticio. Le di la tarjeta bancaria para pagar, esta vez sin ningún interés por parecer interesante. Un minuto después, cuando estaba cogiendo las bolsas para marcharme, la oí carraspear detrás de mí, puede que intentara llamar mi atención, pero no le hice caso. Dijo «Señor» en voz alta. La miré. Con una barra de pan de otro cliente en la mano apuntaba a una de mis bolsas y, mirándome fijamente, dijo «Es bastante flojo, el anterior libro del autor es mucho mejor, está en el mismo expositor, debajo de donde ha cogido ese» Miré a la bolsa que estaba señalando, donde imaginé que estaba el libro, y, tras dudarlo unos segundos, le contesté «¿Puedo cambiarlo?», «Me parece buena idea», sentenció.
Y así fue como el hipermercado ganó un cliente y yo una consejera literaria. Años más tarde se convirtió en mi agente y nos casamos, o quizás fue al revés. La historia podía haber dado más de sí, pero Sherezade odia los relatos largos.
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