UNA HISTORIA DE PUEBLO





Hecho, Matías Ramos ya no está en este mundo. Esta mañana le he esperado cerca del barranco del Oso, por donde pasa cada mañana con su bici camino de la huerta, pese a sus más de ochenta años, y le he dado un empujoncito. Ya está. No existen las casualidades, todo es por algo, decía mi padre.

Mi hermano Félix, al morir, dejó dicho en el testamento que yo me quedara con sus libros, junto con unas cuantas herramientas. Me extrañó lo de los libros, pero Félix siempre fue un poco especial, sobre todo desde que se cayó de una mula de pequeño y quedó paralítico y, para mí que también un poco tocado de la cabeza. Porque yo no leo libros. Bastante tengo con la cooperativa. Los libros llevaban en el trastero cinco o seis años cogiendo polvo, desde que un infarto se llevó a Félix. Y cada vez que bajaba a por algo y los veía, me sentía fatal por no echarles cuenta, era como hacer un desprecio a mi pobre hermano, siempre tan especial, tan callado. Un día miré al cielo y le prometí que en cuanto me jubilara los leería, uno por mes, y me quedé más tranquilo.

El año pasado me jubilé, y subí los libros a casa. Empecé a leerlos poco a poco, uno por mes. La primera semana me quedaba dormido en el sofá con el libro en la barriga. Afortunadamente solo eran cuatro. El último era de cuentos, lo sacó el casino del pueblo veinte o treinta años atrás con historias escritas por los vecinos. Me resultó agradable de leer, conocía a todos los que los habían escrito, y la mayoría de las historias eran chismes y cosas más o menos conocidos que habían pasado en la comarca. Pero al llegar al último me cambió el color. El autor era Matías Ramos, un vecino de toda la vida, con quien manteníamos una disputa desde los tiempos de los abuelos, de esas que van pasando de padres a hijos y se convierten en un odio que parece que lo lleves en los genes cuando llegas a este perro mundo. En el cuento había un pastor al que no me costó reconocer aún con el nombre cambiado, era mi padre. Este pastor bebía los vientos por otro pastor que era el propio Matías, también con otro nombre, y este lo mataba de celos tirándole los trastos a una pastorcita que era igual que mi madre de joven, con la que a la postre mantenía encuentros íntimos en la era, encuentros que describía sin ahorrar detalles, a cual más puerco, especialmente en lo tocante al goce de ella.

Me quedé atónito, luego me puse furioso, aquello pedía reparación. Medio pueblo lo había leído y, seguro, reconocido a mis padres en semejante patraña, medio pueblo menos yo. Probablemente mi hermano debió de leerlo también, y se habría cabreado y le habrían entrado ganas de acabar con Matías, como las que sentía yo, pero el pobre no tuvo fuerzas para hacerlo ni coraje para contármelo y me dejó los libros, para no llevarse a la tumba el mal cuerpo y que yo le diera solución.

Matías Ramos ya no está en este mundo, y ha dejado de reírse de mi familia, ahora está en el fondo del barranco, tirado al lado de su vieja bicicleta, con la cabeza partida. Desde aquí casi puedo oír el zumbido de la nube de moscas que vuelan relamiéndose sobre sus sesos desparramados en las piedras.Imagen de Mariya Muschard en Pixabay

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