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UNA TARDE QUE A LO MEJOR LLOVÍA

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Cogí un papel, y había un bolígrafo cerca. Coincidió que yo estaba allí, solo, y un poco aburrido, aún faltaba una hora para algo que tenía que hacer, no recuerdo qué. Cogí el boli, era de esos que pulsas en la parte superior y sale la punta de la mina, que al deslizarla por el papel deja una raya normalmente azul, a veces negra. Pinté un monigote, pero siempre he sido muy malo con el dibujo, el maestro me daba capones cuando era pequeño de lo mal que dibujaba. Y entonces escribí algo, una frase tonta, de esas que no dicen casi nada, algo cotidiano e insustancial, algo obvio que todo el mundo puede comentar u opinar, sin saber por qué ni para qué. Y sucedió. De esa frase empezaron a brotar dos o tres extrañas ramificaciones. Al principio despacio, con poca convicción, y al final de una de ellas, la más recia, por así decir, vi como se formaba otra frase. No era nada a tomar en consideración ni de lo que sentirse orgulloso, nada que poner en piedra, como se dice ahora, pero esa ramifica

LA ALARMA

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-Buenos días, soy de la compañía de alarmas de seguridad, le llamo por el interés que nos manifestó usted el mes pasado en instalar en su hogar una alarma anti intrusión… -Aún no me he decidido. Vivo sola, y oí en el barrio que habían entrado ladrones en un par de casas y por eso les llamé para que me dieran presupuesto para la alarma. Pero esa misma noche... pasó algo. Estaba durmiendo en mi cama, serían las tres de la mañana, cuando un ruido me despertó. No fue un ruido fuerte. Medio adormilada, dudé si había sido realmente un ruido o si solo lo había oído dentro de mi cabeza. Cuando estaba cerrando de nuevo los ojos volví a escucharlo. Era como si alguien estuviera abriendo las puertas de la vitrina o los cajones en el salón. Me asusté. Cogí el móvil de la mesilla para llamar a la policía, pero estaba sin batería. Decidí quedarme quieta en la cama hasta que quienquiera que hubiera entrado en mi salón se marchara. Los ruidos seguían, cada vez sonaban más fuertes y más cercanos. No pu

UN POBRE A LA MESA

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Sentar un pobre a la mesa en Navidad es una idea que cada año, en estas fechas, reaparece en mi cabeza igual que llegan a casa puntuales el turrón, los polvorones y el belén. Es una de esas ocurrencias, iniciativas o como quieras llamarle que oímos por ahí, que vemos en las películas, y que, aunque no conozcamos a nadie que lo practique, me lleva a preguntarme si yo lo haría, si estaría dispuesto a bajar a la calle y decirle a un pobre que se viniera a cenar a casa con mi familia. De entrada me entran dudas, no sé cómo lo verán los demás, si pensarán que soy un esnob. Pero la vida pasa, pasan los años y las circunstancias mudan. Cierto es que con la edad uno ya no está tan pendiente de qué pensarán los demás y trata de hacer las cosas por sí mismo, dejar de lado el qué dirán, olvidarse de las modas, hasta que puede que se lo plantee seriamente. Un día te ves en la tesitura. Hoy va a ser ese día. Estoy nervioso, me corroe una emoción rara. Pensé que esto sería de otra manera. Ojalá que

UNA HISTORIA VALLECANA

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  De pequeño vivía en Vallecas, un barrio de Madrid. Allí tenía un amigo, Juanín, en realidad Juan José, pero todos le conocíamos como Juanín. Era un crio pequeñajo, con gafas de montura metálica y cristales con rayajos, vivaracho, medio rubio, que siempre estaba sonriendo. Juanín vivía dos o tres portales más abajo que yo, en el último bloque de pisos antes de que empezara una cuesta abajo, larga y pronunciada, que señalaba el fin de los bloques de pisos, acaso de la civilización. Más allá de la cuesta había una extensa área de casas bajas y encaladas, separadas por calles de tierra con fuentes donde la gente llenaba garrafas de agua para beber y asearse, solares donde las mujeres tendían la ropa y por donde vagabundeaban perros sin dueño. Por mitad de las casas bajas cruzaba la vía del tren que por un lado iba a la estación de Atocha y por el otro se perdía hacia el sur. Muchas tardes iba a buscar a Juanín a su casa o él venía a buscarme a mí. Su madre era una señora bajita y compact

EL EUROCHOLLO

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  Desde hace un par de años, una vez al mes voy a una reunión a la sede central de mi empresa. Al salir del metro me paro y compro un cupón de la ONCE para el viernes al ciego que siempre está en la boca del metro con cara de ajo, sea invierno o verano. La verdad es que solo me han tocado un par de terminaciones, y una no pude cobrarla porque se me pasó el plazo. Pero bueno, se lo veía hacer a mi madre toda la vida y yo sigo con la costumbre. Ayer, después de darme el cupón, el ciego me preguntó si quería jugar también al EuroChollo. “¿Al qué?”, le contesté como si me hubiera hablado en uzbeko. Al EuroChollo, repitió mirándome muy serio. Nunca me había fijado en cómo miran los ciegos, pero este lo hizo con los ojos muy abiertos, como si se le fueran a salir de las órbitas (huelga decir que mirar no es sinónimo de ver, porque lo que es ver, este no ve un pimiento), y la cosa me llamó la atención, poderosamente. Por seguirle el rollo, le pregunté que cuánto tocaba en ese sorteo. Veinte m

EL FRENAZO

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Antonio Pintor vuelve en tren cada día de la oficina a su casa. Es un tipo razonablemente feliz, no atolondradamente feliz, no cree en ese tipo de felicidad, pero tiene buena salud, y una familia a la que adora y que le quiere, se considera afortunado. Hoy es un día como cualquier otro, va mirando por la ventana, dejando los ojos vagar por los feos descampados que se extienden al otro lado del cristal. De repente el tren da un seco frenazo y se detiene. Antonio está a punto de caer al suelo. Varios pasajeros se han golpeado y se quejan del dolor. Todos se miran. Algunos buscan la razón del frenazo en el exterior. Tras unos segundos de incertidumbre, el conductor, con voz entrecortada, dice por megafonía que el tren ha atropellado a alguien que cruzaba la vía, y reclama la presencia de algún agente de la autoridad que pudiera haber a bordo. La noticia desata un murmullo de sorpresa. Al cabo de unos minutos se confirma el fatal desenlace. Esa noche a Antonio le cuesta dormirse, piensa en

LA CHICA DEL MINI VERDE

Fue un encuentro fortuito, a lo mejor uno de esos que nunca debieron suceder. O sí, quién sabe. Éramos jóvenes, y seguramente estúpidos. Era una noche de verano. Pegajosa. Mi colega y yo íbamos en el coche. Nos habíamos tomado un par de cubatas en un garito y buscábamos la siguiente barra donde plantar nuestros codos sedientos. Paré en un semáforo. Pegado a mi catorce treinta se detuvo un Mini verde. Ella iba en el asiento del copiloto. La miré. Podía tocarla si estiraba el brazo. Me miró. Le sonreí. Ella se giró hacia su amiga para no tener que corresponder a mi torpe presencia. No sé si por mi natural estupidez, por los cubatas, o por una calculada combinación de ambas cosas, me dio por sacar la cabeza del coche y asomarme por la ventanilla del Mini. Su amiga me miró. Se rieron. ¿Tú quién eres?, le pregunté. Teresa de Calcuta, contestó. Todo lo que vi allí, desde los zapatos hasta el último rizo del pelo, todo lo que podía ver, oír, oler, imaginar, especular y hasta soñar me gustaba.